El antiguo millonario sobrellevaba con dignidad su desgracia. Era un
hombre de cincuenta años, más bien bajo que alto, la nariz aguileña y
la barba canosa. En medio de una existencia ruda conservaba su
primitiva educación. Sus maneras delataban a la persona nacida en un
ambiente social muy superior al que ahora le rodeaba. Como decían en
el inmediato pueblo de la Presa, era un hombre que, vistiese como
vistiese, tenía aire de señor. Llevaba casi siempre botas altas, gran
chambergo y poncho. Pendiente de su diestra se balanceaba el pequeño
látigo de cuero, llamado rebenque.
Los edificios de su estancia eran modestos. Los había construido a la
ligera, con la esperanza de mejorarlos cuando aumentase su fortuna;
pero, como ocurre casi siempre en las instalaciónes campestres, estas
obras provisionales iban a durar más años tal vez que las levantadas
en otras partes como definitivas. Sobre las paredes de ladrillo
cocido, sin revoque exterior, o de simples adobes, se elevaban las
techumbres hechas con planchas de cinc ondulado. En el interior de la
casa del dueño los tabiques sólo llegaban a cierta altura, dejando
circular el aire por toda la parte alta del edificio. Las
habitaciones eran escasas en muebles. La pieza que servía de salón,
despacho y comedor, donde don Carlos recibía a sus visitas, estaba
adornada con unos cuantos rifles y pieles de pumas cazados en las
inmediaciones. El estanciero pasaba gran parte del día fuera de la
casa, inspeccionando los corrales de ganado más inmediatos. De pronto
ponía al galope su caballejo incansable, para sorprender a los peones
que trabajaban en el otro extremo de su propiedad.
Una mañana sintió impaciencia al ver que había pasado la hora habitual
de la comida sin que Celinda volviese a la estancia.
No temía por ella. Desde que su hija llegó a Río Negro, teniendo ocho
años, empezó a vivir a caballo, considerando la planicie desierta como
su casa.
- Es peligroso ofenderla - decía el padre con orgullo - . Maneja
revólver y tira mejor que yo. Además, no hay persona ni animal que se
le escape cuando tiene un lazo en la mano. Mi hija es todo un hombre.
La vió de pronto corriendo por la línea que formaban la llanura y el
cielo al juntarse. Parecía un pequeño jinete de plomo escapado de una
caja de juguetes. Delante de su caballito corría un toro en miniatura.
El grupo galopador fué creciendo con una rapidez maravillosa. En esa
llanura inmensa, todo lo que se movía cambiaba de tamaño sin
gradaciones ordenadas, desorientando y aturdiendo los ojos todavía no
acostumbrados a los caprichos ópticos del desierto.
Llegó la joven dando gritos y agitando el lazo para excitar la marcha
de la res que venía persiguiendo, hasta que la obligó a refugiarse en
un cercado de maderos. Luego echó pie a tierra y fué a encontrarse con
su padre; pero éste, después de recibir un beso de ella, la repelió,
mirando con severidad el traje varonil que llevaba.
- Te he dicho muchas veces que no quiero verte así. Los pantalones se
han hecho para los hombres, ¡creo yo!... y las "polleras" para las
mujeres. No puedo tolerar que una hija mía vaya como esas cómicas que
aparecen en las vistas del biógrafo.
Celinda recibió la reprimenda bajando los ojos con graciosa
hipocresía. Prometió obedecer a su padre, conteniendo al mismo tiempo
su deseo de reir. Precisamente pensaba a todas horas en las amazonas
con pantalones que figuran en los films de los Estados Unidos, y
había echado largas galopadas para ir hasta Fuerte Sarmiento, el
pueblo más inmediato, donde los cinematografistas errabundos
proyectaban sobre una sábana, en el café de su único hotel, historias
interesantes que le servían a ella para estudio de las últimas modas.
hombre de cincuenta años, más bien bajo que alto, la nariz aguileña y
la barba canosa. En medio de una existencia ruda conservaba su
primitiva educación. Sus maneras delataban a la persona nacida en un
ambiente social muy superior al que ahora le rodeaba. Como decían en
el inmediato pueblo de la Presa, era un hombre que, vistiese como
vistiese, tenía aire de señor. Llevaba casi siempre botas altas, gran
chambergo y poncho. Pendiente de su diestra se balanceaba el pequeño
látigo de cuero, llamado rebenque.
Los edificios de su estancia eran modestos. Los había construido a la
ligera, con la esperanza de mejorarlos cuando aumentase su fortuna;
pero, como ocurre casi siempre en las instalaciónes campestres, estas
obras provisionales iban a durar más años tal vez que las levantadas
en otras partes como definitivas. Sobre las paredes de ladrillo
cocido, sin revoque exterior, o de simples adobes, se elevaban las
techumbres hechas con planchas de cinc ondulado. En el interior de la
casa del dueño los tabiques sólo llegaban a cierta altura, dejando
circular el aire por toda la parte alta del edificio. Las
habitaciones eran escasas en muebles. La pieza que servía de salón,
despacho y comedor, donde don Carlos recibía a sus visitas, estaba
adornada con unos cuantos rifles y pieles de pumas cazados en las
inmediaciones. El estanciero pasaba gran parte del día fuera de la
casa, inspeccionando los corrales de ganado más inmediatos. De pronto
ponía al galope su caballejo incansable, para sorprender a los peones
que trabajaban en el otro extremo de su propiedad.
Una mañana sintió impaciencia al ver que había pasado la hora habitual
de la comida sin que Celinda volviese a la estancia.
No temía por ella. Desde que su hija llegó a Río Negro, teniendo ocho
años, empezó a vivir a caballo, considerando la planicie desierta como
su casa.
- Es peligroso ofenderla - decía el padre con orgullo - . Maneja
revólver y tira mejor que yo. Además, no hay persona ni animal que se
le escape cuando tiene un lazo en la mano. Mi hija es todo un hombre.
La vió de pronto corriendo por la línea que formaban la llanura y el
cielo al juntarse. Parecía un pequeño jinete de plomo escapado de una
caja de juguetes. Delante de su caballito corría un toro en miniatura.
El grupo galopador fué creciendo con una rapidez maravillosa. En esa
llanura inmensa, todo lo que se movía cambiaba de tamaño sin
gradaciones ordenadas, desorientando y aturdiendo los ojos todavía no
acostumbrados a los caprichos ópticos del desierto.
Llegó la joven dando gritos y agitando el lazo para excitar la marcha
de la res que venía persiguiendo, hasta que la obligó a refugiarse en
un cercado de maderos. Luego echó pie a tierra y fué a encontrarse con
su padre; pero éste, después de recibir un beso de ella, la repelió,
mirando con severidad el traje varonil que llevaba.
- Te he dicho muchas veces que no quiero verte así. Los pantalones se
han hecho para los hombres, ¡creo yo!... y las "polleras" para las
mujeres. No puedo tolerar que una hija mía vaya como esas cómicas que
aparecen en las vistas del biógrafo.
Celinda recibió la reprimenda bajando los ojos con graciosa
hipocresía. Prometió obedecer a su padre, conteniendo al mismo tiempo
su deseo de reir. Precisamente pensaba a todas horas en las amazonas
con pantalones que figuran en los films de los Estados Unidos, y
había echado largas galopadas para ir hasta Fuerte Sarmiento, el
pueblo más inmediato, donde los cinematografistas errabundos
proyectaban sobre una sábana, en el café de su único hotel, historias
interesantes que le servían a ella para estudio de las últimas modas.