Antes de pasar adelante, no será inoportuno presentar algunas observaciones preliminares sobre el aspecto general de España y el modo de viajar por aquel país. En las provincias centrales, al atravesar el viajero inmensos campos de trigo, ora verdes y ondulantes, ya rubios como el oro, ya secos y abrasados por el sol, buscará en vano la mano que los ha cultivado, hasta que al fin divisará, sobre la cima de un monte escarpado, un lugar con fortificaciones moriscas medio arruinadas o alguna torre que sirviera de asilo a los habitantes durante las guerras civiles o en las invasiones de los moros. La costumbre de reunirse para protegerse mutuamente en los peligros existe aún entre los labradores españoles, merced a la rapiña de los ladrones que infestan los caminos.
La mayor parte de España se halla desnuda del rico atavío de los bosques y las selvas, y de las gracias más risueñas del cultivo; pero sus paisajes tienen un carácter de grandeza que compensa lo que les falta bajo otros respetos: hállense en ellos algunas de las cualidades de sus habitantes, y de ahí es que yo concibo mejor al duro, indomable y frugal español después que he visto su país.
Los sencillos y severos rasgos de los paisajes españoles tienen una sublimidad que no puede desconocerse. Las inmensas llanuras de las Castillas y de La Mancha, extendiéndose hasta perderse de vista, adquieren cierto interés con su extensión y uniformidad, y causan una impresión análoga a la que produce la vista del océano. Recorriendo aquellas soledades sin límites visibles, suele descubrirse de cuando en cuando un rebaño apacentado por un pastor inmóvil como una estatua, con su bastón herrado en la mano a guisa de lanza; una recua de mulos que cruzan pausadamente el desierto, cual atraviesan las caravanas de camellos los arenales de Arabia; o bien un zagal que camina solo con su cuchillo y carabina.
Los peligros de los caminos dan ocasión a un modo de viajar que presenta en escala menor las caravanas del oriente: los arrieros parten en gran número y bien armados a días señalados, y los viajeros que accidentalmente se les reúnen aumentan sus fuerzas.
El arriero español posee un caudal inagotable de canciones y romances con que aligera sus continuas fatigas. La música de estos cantos populares es sobremanera sencilla, pues que se reduce a un corto número de notas, y las letras por lo común son algunos romances antiguos sobre los moros, endechas amorosas, y con mayor frecuencia romances en que se refieren los hechos de algún famoso contrabandista; y sucede no pocas veces, que tanto la música como la letra es improvisada, y se refiere a una escena local o a algún incidente del viaje. Este talento de improvisación, tan común en aquel país, parece haberse trasmitido de los árabes, y es fuerza convenir en que aquellos cantos de tan fácil melodía producen una sensación sumamente deliciosa cuando se oyen en medio de los campos salvajes y solitarios que celebran, y acompañados por el argentino sonido de las campanillas de las mulas.
No es posible imaginarse cosa más pintoresca que el encuentro de una recua de mulas en el tránsito de aquellos montes. Oiréis ante todo las campanillas de la delantera, cuyo sonido repetido y monótono rompe el silencio de las alturas aéreas, y tal vez la voz de un arriero que llama a su deber a alguna bestia tarda o descaminada, o que canta con toda la fuerza de sus pulmones un antiguo romance nacional. Al cabo de rato descubrís las mulas que pasan lentamente los desfiladeros, ya bajando una pendiente tan rápida y elevada que las veréis como designadas de relieve sobre el fondo azul del cielo, ya avanzando trabajosamente al través de los barrancos que están a vuestros pies. A medida que se aproximan, distinguís sus adornos de color brillante, sus arreos bordados, sus plumajes; y cuando ya están más cerca, el trabuco, siempre cargado, que cuelga detrás de los fardos como una advertencia de los peligros del camino.
La mayor parte de España se halla desnuda del rico atavío de los bosques y las selvas, y de las gracias más risueñas del cultivo; pero sus paisajes tienen un carácter de grandeza que compensa lo que les falta bajo otros respetos: hállense en ellos algunas de las cualidades de sus habitantes, y de ahí es que yo concibo mejor al duro, indomable y frugal español después que he visto su país.
Los sencillos y severos rasgos de los paisajes españoles tienen una sublimidad que no puede desconocerse. Las inmensas llanuras de las Castillas y de La Mancha, extendiéndose hasta perderse de vista, adquieren cierto interés con su extensión y uniformidad, y causan una impresión análoga a la que produce la vista del océano. Recorriendo aquellas soledades sin límites visibles, suele descubrirse de cuando en cuando un rebaño apacentado por un pastor inmóvil como una estatua, con su bastón herrado en la mano a guisa de lanza; una recua de mulos que cruzan pausadamente el desierto, cual atraviesan las caravanas de camellos los arenales de Arabia; o bien un zagal que camina solo con su cuchillo y carabina.
Los peligros de los caminos dan ocasión a un modo de viajar que presenta en escala menor las caravanas del oriente: los arrieros parten en gran número y bien armados a días señalados, y los viajeros que accidentalmente se les reúnen aumentan sus fuerzas.
El arriero español posee un caudal inagotable de canciones y romances con que aligera sus continuas fatigas. La música de estos cantos populares es sobremanera sencilla, pues que se reduce a un corto número de notas, y las letras por lo común son algunos romances antiguos sobre los moros, endechas amorosas, y con mayor frecuencia romances en que se refieren los hechos de algún famoso contrabandista; y sucede no pocas veces, que tanto la música como la letra es improvisada, y se refiere a una escena local o a algún incidente del viaje. Este talento de improvisación, tan común en aquel país, parece haberse trasmitido de los árabes, y es fuerza convenir en que aquellos cantos de tan fácil melodía producen una sensación sumamente deliciosa cuando se oyen en medio de los campos salvajes y solitarios que celebran, y acompañados por el argentino sonido de las campanillas de las mulas.
No es posible imaginarse cosa más pintoresca que el encuentro de una recua de mulas en el tránsito de aquellos montes. Oiréis ante todo las campanillas de la delantera, cuyo sonido repetido y monótono rompe el silencio de las alturas aéreas, y tal vez la voz de un arriero que llama a su deber a alguna bestia tarda o descaminada, o que canta con toda la fuerza de sus pulmones un antiguo romance nacional. Al cabo de rato descubrís las mulas que pasan lentamente los desfiladeros, ya bajando una pendiente tan rápida y elevada que las veréis como designadas de relieve sobre el fondo azul del cielo, ya avanzando trabajosamente al través de los barrancos que están a vuestros pies. A medida que se aproximan, distinguís sus adornos de color brillante, sus arreos bordados, sus plumajes; y cuando ya están más cerca, el trabuco, siempre cargado, que cuelga detrás de los fardos como una advertencia de los peligros del camino.