Texto - "Antología portorriqueña" Manuel Fernández Juncos

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Cuando se tiene un Mapa del mundo ante los ojos, la vista recorre
vagamente su extensión, salva los mares procelosos, se desliza con
indiferencia por entre los escollos de los archipiélagos, y se reposa de
momento en momento sobre los continentes.

En esta peregrinación contemplativa, la historia de la humanidad, esta
Judía errante de todos los tiempos, pasa confusamente por el espíritu y
deja en el ánimo impresiones duraderas. En el Campo de Marte, donde no
hay ni océanos ni fronteras, donde todos los climas se confunden en un
solo clima, donde todos los hombres se tocan y se tropiezan como los
habitantes de un mismo hormiguero, donde todas las categorías se codean,
se empujan sin disculparse, se hablan, se preguntan y se responden sin
ceremonias, el mapa del mundo se estrecha, se anima al rumor confuso de
mil dialectos, y refleja la vida y el pensamiento de la sociedad humana,
varia y distinta en la forma, idéntica en el fondo de su naturaleza.
Diríase que en este gran espectáculo, en este concierto universal de los
hombres, hay como una revelación espontánea, como una muestra inequívoca
de la confederación necesaria de todos los pueblos: diríase que en la
superficie del revuelto mar de las pasiones y de los intereses locales,
ocultos en el fango del fondo, sobrenada al fin el espíritu regenerador
de la igualdad, de la fraternidad humana. ¡Brillante alucinación del
tiempo presente, realidad quizás de un futuro relativamente próximo!

Entre tanto el África inexplorada, se nos presenta hasta hoy, tal vez
sin razón bastante, como una región adversa, inhospitalaria,
incivilizable, a pesar de los vivos resplandores que el Egipto lanzó en
otros tiempos sobre el mundo de los Hebreos, de los Griegos y de los
Romanos. En nuestros días la república negra de Liberia, nacida bajo
el amparo de la verdadera libertad, y animada por el soplo vivificador
de la verdadera caridad cristiana, sin pensamiento ulterior de
explotación, exenta de esa funesta protección que la codicia ha cubierto
hasta ahora con el cínico emblema del gobierno paternal, marcha por sí
misma en pos de un brillante destino: vendrá un día en que su
civilización sea la civilización de todo un continente. El Asia por su
parte, pletórica de gente, gastada en lo físico y moralmente degradada,
parece pertenecer completamente al pasado. La Europa, dominadora del
presente, pero malamente equilibrada por sus propias ambiciones, acotada
como una heredad por una reglamentación mutiladora de las facultades del
hombre, llena de teorías, sin criterio fijo y sin fe viva, dará todavía
por mucho tiempo torrentes de luz al mundo; mas no tiene campo extenso
para una gran multiplicación de la especie humana, ni en general,
libertad bastante para realizar sus nuevos destinos. La América,
grande como la mitad de los otros continentes, bien situada entre los
dos grandes Océanos, con infinitos veneros de fortuna, con todos los
climas en una cualquiera de sus zonas, sin gente apenas, sin dinastías
celosas y contradictorias, y con instituciones amplias y generosas, que
echarán con el tiempo fuertes raíces; la América, que no limita las
aptitudes, ni fuerza el espíritu de los hombres en ninguna dirección
exclusiva, es al parecer la tierra de promisión para la humanidad de los
tiempos venideros. La Australia, a pesar de su distancia relativa,
espera con seguridad los mismos destinos.

Ciertamente los resabios de la época de las conquistas subsisten en los
gobiernos europeos; pero los pueblos que tan caramente han pagado
siempre este cruento sistema, no son al presente muy favorables a este
modo sangriento y costoso de adquirir: por otra parte las últimas
tentativas que, bajo nombres diferentes, hemos visto, y que pueden
repetirse todavía, prueban que la América de hoy no será fácil presa de
estas cacerías. Si el contrato, acto moral iniciado por Guillermo
Penn, y practicado en grande escala por la Francia, por la España y en
nuestros días por la Dinamarca y por la Rusia, no estuviera destinado a
reemplazar las violencias de la conquista; la emigración espontánea,
cuyas proporciones crecen de día en día con los progresos de la
navegación, dará tarde ó temprano este resultado.

Las corrientes pacíficas de la emigración europea están, digamos así,
normalizadas hacia la América: las familias del norte, irlandesas y
alemanas, se dirigen en gran número con preferencia a los Estados
Unidos: la emigración meridional, franceses, españoles e italianos,
menos abundante, se encamina con más frecuencia a las repúblicas
hispanoamericanas. ¿No es probable que una y otra corriente tomen
mayores proporciones con el tiempo? Los pueblos de oriente, que empiezan
a ponerse en movimiento, ¿no llegarán también a fijar su atención en el
hermoso porvenir que a todos brinda el nuevo mundo?

Un fenómeno social digno de ser analizado nos presenta el vasto
continente en sus dos grandes secciones: el poder de asimilación, tan
fuerte en la una, tan débil en la otra, ¿qué causas reconoce? Al Norte
emigran las familias completas, al Sur no van de ordinario sino
individuos: las primeras descuajan los bosques, fundan la propiedad
agrícola, levantan ciudades, promueven la industria y fomentan la
instrucción pública: se radican, en fin, y al cabo de pocos años miran
esta patria adoptiva como la patria definitiva. Es un hecho que si
recuerdan el suelo natal es para invitar a sus deudos a seguir su
ejemplo, y con frecuencia, para proporcionarles los medios
indispensables para emigrar. Los segundos no aman en general el trabajo
de los campos: se diseminan por las ciudades y los pueblos, y sus
ocupaciones son por lo común la bodega, las novedades de París, la
lencería y algunas veces las artes y los oficios vulgares. La
agricultura, la industria, la inventiva, la enseñanza pública y el
aumento de la población estable les deben muy poco; es notable que, aun
cuando el matrimonio ó el curso de sus negocios los retengan en el país
hasta su muerte, su pensamiento fijo es, casi siempre, redondear una
fortuna, grande ó pequeña, para abandonarlo.

Atribuir a una virtud del clima este doble fenómeno, nos parece poco
acertado: ni los climas del Norte son más templados, ni sus terrenos son
más feraces que los del Sur: la estabilidad política pudiera explicarlo,
si ella no fuera parte del hecho mismo que se discute, y en cuanto a la
prosperidad económica, ella es evidentemente una consecuencia y no una
causa del fenómeno. Á nuestro juicio, la educación secular de una y otra
raza, este clima moral mil veces más poderoso que los climas físicos,
encierra todo el secreto y la explicación completa de estos hechos. Hubo
un tiempo en que las razas del Norte, ignorantes, supersticiosas y
abandonadas, vivían tiranizadas por los vicios, y poco estimadas de sí
mismas y de los demás; las meridionales brillaban entonces por las
artes, por las ciencias y por las armas; ni el clima de éstos era en
aquellas épocas más frío, ni el de aquéllos más tibio que al presente.
Un gran concurso de circunstancias favorecía la educación de los unos y
los dotaba de perseverancia; mientras que para los otros todo era
adverso, y todo contribuía a mantenerlos en la oscuridad y el atraso.