Hay especialmente uno de estos lugares, donde mis ojos no se cansan de
buscar a los que no volverán jamás. Está a algunos centenares de pasos
de la casa. Para ir al bosque se sigue un camino con espinos por ambos
lados, que atraviesa un gran campo pedregoso y un prado en declive,
donde grupos de bueyes reflejan en sus marmóreos lomos los rayos del sol
de estío. Esta senda sin sombra ni hierba, hace desear la fresca y
sombreada bóveda del bosque que se ve mecido por la brisa en la ladera
de la montaña, al extremo del campo árido. Bastante fatigado se llega a
los primeros álamos y alisos de la plantación, cuyas raíces humedecen
constantemente las filtraciones y los regueros de la colina. La humedad
que se nota en este sitio, recuerda las inmediaciones de los arroyos.
Pronto desaparecen los alisos, a medida que el suelo se eleva o caldea:
los viejos troncos agujereados; las hayas, cuya corteza tigrada como
tejido parece de musgo dorado; los castaños, con sus ramas extendidas
como los cedros, con hojas agudas cual lanzas, bordan el camino. Este se
corta repentinamente junto a una pendiente brusca, inundada de luz,
deslumbradora y ardorosa. Hay allí una cañada muy honda, cuya pendiente
es muy rápida; penetra por un lado en la oscuridad del bosque y continúa
por la otra parte entre los campos cultivados y la hermosa pradera.
La vegetación silvestre, rumiada de continuo por las cabras y los
carneros, crece allí fina y dorada como el raro plumón que el viento
siembra y también él derriba en las yermas y escabrosas rocas de los
Alpes. Las flores de este campo no crecen más de lo que alcanza el
vellón de un carnero; es menester bajarse para verlas; pero su aroma es
delicioso, y cuando se cogen para desenrollar sus hojas con los dedos y
examinar su textura, sus corolas, sus estambres o sus colores, el
corazón admira a la Providencia, que se ha tomado tanto cuidado para
estas germinaciones del musgo como para los vegetales gigantescos de las
selvas. Las abejas, los zánganos, las mariposas y tantos insectos alados
sin nombre que las chupan al calor del sol, se complacen revoloteando en
el ambiente perfumado de la cañada, llena de vida, de movimiento y de
zumbidos.
En la pendiente opuesta al camino, interrumpido por este espacio,
cuarenta y cinco encinas seculares, olvidadas por los leñadores, forman
un grupo sin orden y a bastante distancia una de otra, cerca de la
torrentera. Los brezos de color rosado, violeta y blancos, tapizan con
un tejido tan aterciopelado y variado como la lana de Esmirna los
espacios que hay entre las matas. Sus copas, agitadas durante tantos
años por el viento Sur, están algo calvas; sus ramas inferiores,
especialmente las de las encinas de en medio del grupo, se ennegrecen y
secan; cuelgan de ellas en su extremo un manojito de hojas amarillentas
que van cayendo poco a poco con las ráfagas del viento equinoccial,
produciendo un ruido seco y repentino, que hace huir y chillar de
espanto a los grajos y los mirlos. Sobre el borde del barranco se
inclinan las siete encinas que forman la fachada del bosque, cuyos
troncos fuertes y robustos las denuncian por las más viejas; sus
ramajes, los más espesos, carecen de aquellas saetas negras, preferidas
por los tordos, que sirven de atalaya a los pájaros y atestiguan la
senectud de los árboles; extienden sus ramas acodilladas en la pendiente
de la cañada, y sus raíces, casi a flor de tierra, hinchan el césped y
el musgo que las cubre.
Al pie de la más corpulenta de aquellas encinas, la más inmediata al
bosque, yo encendía hogueras en mi infancia; a pesar de tantas lluvias
de invierno, el humo ennegrece aún aquella corteza ruda. Siendo joven,
allí escribí con lápiz muchas melodías poéticas que cruzaron mi
imaginación conmoviéndola, como la tibia brisa primaveral hacía mover
las ramas armoniosamente sobre mi cabeza. Allí, en días más dichosos,
estábamos con los viejos y los niños de la familia pasando felizmente
las horas caldeadas del día como en un salón de verano. Nada faltaba
allí para el mueblaje natural de un lugar de reposo y de delicias; ni
los pilares rústicos, formados por las cuarenta y cinco encinas
diseminadas por la pintada alfombra, ni el artesonado inimitable del
follaje agitado por el hálito intermitente que reanima al caminante, ni
la melodiosa música de ruiseñores y pinzones que cantan cerca del nido
donde empolla la hembra, ni el blanco cojín de musgo seco formado junto
al tronco de los árboles, ni el sonoro curso del arroyo filtrando entre
las matas tiernas de los juncos, tanto más lustrosos cuanto más oscuros,
para ir a perderse entre los prados, ni el vapor que rodea las montañas,
agrupadas como panorama griego, que vistas entre las ramas, parece que
se admira un cuadro desde una ventana abierta entre ondulantes cortinas.
buscar a los que no volverán jamás. Está a algunos centenares de pasos
de la casa. Para ir al bosque se sigue un camino con espinos por ambos
lados, que atraviesa un gran campo pedregoso y un prado en declive,
donde grupos de bueyes reflejan en sus marmóreos lomos los rayos del sol
de estío. Esta senda sin sombra ni hierba, hace desear la fresca y
sombreada bóveda del bosque que se ve mecido por la brisa en la ladera
de la montaña, al extremo del campo árido. Bastante fatigado se llega a
los primeros álamos y alisos de la plantación, cuyas raíces humedecen
constantemente las filtraciones y los regueros de la colina. La humedad
que se nota en este sitio, recuerda las inmediaciones de los arroyos.
Pronto desaparecen los alisos, a medida que el suelo se eleva o caldea:
los viejos troncos agujereados; las hayas, cuya corteza tigrada como
tejido parece de musgo dorado; los castaños, con sus ramas extendidas
como los cedros, con hojas agudas cual lanzas, bordan el camino. Este se
corta repentinamente junto a una pendiente brusca, inundada de luz,
deslumbradora y ardorosa. Hay allí una cañada muy honda, cuya pendiente
es muy rápida; penetra por un lado en la oscuridad del bosque y continúa
por la otra parte entre los campos cultivados y la hermosa pradera.
La vegetación silvestre, rumiada de continuo por las cabras y los
carneros, crece allí fina y dorada como el raro plumón que el viento
siembra y también él derriba en las yermas y escabrosas rocas de los
Alpes. Las flores de este campo no crecen más de lo que alcanza el
vellón de un carnero; es menester bajarse para verlas; pero su aroma es
delicioso, y cuando se cogen para desenrollar sus hojas con los dedos y
examinar su textura, sus corolas, sus estambres o sus colores, el
corazón admira a la Providencia, que se ha tomado tanto cuidado para
estas germinaciones del musgo como para los vegetales gigantescos de las
selvas. Las abejas, los zánganos, las mariposas y tantos insectos alados
sin nombre que las chupan al calor del sol, se complacen revoloteando en
el ambiente perfumado de la cañada, llena de vida, de movimiento y de
zumbidos.
En la pendiente opuesta al camino, interrumpido por este espacio,
cuarenta y cinco encinas seculares, olvidadas por los leñadores, forman
un grupo sin orden y a bastante distancia una de otra, cerca de la
torrentera. Los brezos de color rosado, violeta y blancos, tapizan con
un tejido tan aterciopelado y variado como la lana de Esmirna los
espacios que hay entre las matas. Sus copas, agitadas durante tantos
años por el viento Sur, están algo calvas; sus ramas inferiores,
especialmente las de las encinas de en medio del grupo, se ennegrecen y
secan; cuelgan de ellas en su extremo un manojito de hojas amarillentas
que van cayendo poco a poco con las ráfagas del viento equinoccial,
produciendo un ruido seco y repentino, que hace huir y chillar de
espanto a los grajos y los mirlos. Sobre el borde del barranco se
inclinan las siete encinas que forman la fachada del bosque, cuyos
troncos fuertes y robustos las denuncian por las más viejas; sus
ramajes, los más espesos, carecen de aquellas saetas negras, preferidas
por los tordos, que sirven de atalaya a los pájaros y atestiguan la
senectud de los árboles; extienden sus ramas acodilladas en la pendiente
de la cañada, y sus raíces, casi a flor de tierra, hinchan el césped y
el musgo que las cubre.
Al pie de la más corpulenta de aquellas encinas, la más inmediata al
bosque, yo encendía hogueras en mi infancia; a pesar de tantas lluvias
de invierno, el humo ennegrece aún aquella corteza ruda. Siendo joven,
allí escribí con lápiz muchas melodías poéticas que cruzaron mi
imaginación conmoviéndola, como la tibia brisa primaveral hacía mover
las ramas armoniosamente sobre mi cabeza. Allí, en días más dichosos,
estábamos con los viejos y los niños de la familia pasando felizmente
las horas caldeadas del día como en un salón de verano. Nada faltaba
allí para el mueblaje natural de un lugar de reposo y de delicias; ni
los pilares rústicos, formados por las cuarenta y cinco encinas
diseminadas por la pintada alfombra, ni el artesonado inimitable del
follaje agitado por el hálito intermitente que reanima al caminante, ni
la melodiosa música de ruiseñores y pinzones que cantan cerca del nido
donde empolla la hembra, ni el blanco cojín de musgo seco formado junto
al tronco de los árboles, ni el sonoro curso del arroyo filtrando entre
las matas tiernas de los juncos, tanto más lustrosos cuanto más oscuros,
para ir a perderse entre los prados, ni el vapor que rodea las montañas,
agrupadas como panorama griego, que vistas entre las ramas, parece que
se admira un cuadro desde una ventana abierta entre ondulantes cortinas.