Texto - "Similia similibus" Luis Castillo Ledon

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Hace precisamente diez años que principió la extraña dolencia que
motivó mi visita a aquel facultativo, y cuya rápida curación fué el
primer escalón de su fama. Desde pequeño fuí enfermizo y débil, por
lo cual puedo decir, sin gran exageración, que toda mi niñez y la
mitad de mi juventud las pasé en consultorios de doctores. En
verdad, era una maravilla para todos mis allegados que fuese yo
viviendo. Apenas cumplí los treinta años, empecé a sufrir los más
agudos dolores de cabeza que puedan imaginarse, los cuales de día en
día aumentaban al grado de hacerme la vida un verdadero martirio.
Solamente descansaba yo de ellos cuando dormía, razón por la cual
procuré cortejar a Morfeo incesantemente.

Pero llegó el día en que ni aún el sueño pudo ahuyentar mis
sufrimientos; y lo más extraño del caso era que, a medida que soñaba
las cosas más fantásticas y hermosas, más agudos eran los dolores
que me torturaban. Se comprenderá, por lo tanto, que entonces quise
huir del sueño, apurando fuertes dosis de café: y esperaba yo la
muerte como una ansiada liberación. Más, a pesar de todos mis
esfuerzos para permanecer despierto y del horror con que veía yo
llegar la noche, me vencía al fin el sueño, y en seguida
presentábanse a mi mente las más peregrinas visiones que puedan
imaginarse, aun en ese mundo inexplicable. Lluvias de estrellas,
kaleidoscópicas auroras, extrañas floraciones, embargaban mi mente
de continuo; a veces, sobre un mar fosforecente veía yo navegar
hacia mí un galeón de oro con velamen de carmín y grana, mientras
indescriptible armonía sonaba en mis oídos. Y a medida, repito, que
aquellas visiones eran más hermosas, más agudo era el dolor que
atormentaba mi cerebro. Y tal terror se posesionó de mi alma, que no
comprendo cómo no fuí a parar a un manicomio.

Ninguno de los facultativos que consulté encontraba remedio a mi
mal, y no puse término a mis días con mi propia mano, gracias a mis
principios religiosos. Por fin, siguiendo el consejo de no recuerdo
qué médico famoso, determiné que varios de los doctores más
eminentes de la ciudad se reunieran en consulta, y después de dos
horas del más penoso interrogatorio, pronunciaron mi sentencia. Mi
mal era incurable y degeneraría en locura; el tumor que se habia
formado en mi cerebro era inoperable y la muerte se aproximaba,
aunque lentamente.

Salí de aquel consultorio como un hombre beodo. He dicho que muchas
veces había deseado la muerte, y sin embargo, aquel día amaba yo la
vida, a pesar de mis horribles sufrimientos. Embargada mi mente,
como debe suponerse, caminé hacia mi casa por calles apartadas,
temeroso de encontrar alguna persona conocida. Repentinamente, no sé
qué impulso hizo fijar mi vista en una pequeña placa de metal sobre
la puerta de una sucia habitación. Leí el letrero: dr. Idiáquez,
homeópata, y casi sin pensar en lo que hacía, penetré en la casa y
subí la destartalada escalera.