Hace precisamente diez años que principió la extraña dolencia que motivó mi visita a aquel facultativo, y cuya rápida curación fue el primer escalón de su fama. Desde pequeño fui enfermizo y débil, por lo cual puedo decir, sin gran exageración, que toda mi niñez y la mitad de mi juventud las pasé en consultorios de doctores. En verdad, era una maravilla para todos mis allegados que fuese yo viviendo. Apenas cumplí los treinta años, empecé a sufrir los más agudos dolores de cabeza que puedan imaginarse, los cuales de día en día aumentaban al grado de hacerme la vida un verdadero martirio. Solamente descansaba yo de ellos cuando dormía, razón por la cual procuré cortejar a Morfeo incesantemente.
Pero llegó el día en que ni aún el sueño pudo ahuyentar mis sufrimientos; y lo más extraño del caso era que, a medida que soñaba las cosas más fantásticas y hermosas, más agudos eran los dolores que me torturaban. Se comprenderá, por lo tanto, que entonces quise huir del sueño, apurando fuertes dosis de café: y esperaba yo la muerte como una ansiada liberación. Más, a pesar de todos mis esfuerzos para permanecer despierto y del horror con que veía yo llegar la noche, me vencía al fin el sueño, y en seguida presentábanse a mi mente las más peregrinas visiones que puedan imaginarse, aun en ese mundo inexplicable. Lluvias de estrellas, kaleidoscópicas auroras, extrañas floraciones, embargaban mi mente de continuo; a veces, sobre un mar fosforescente veía yo navegar hacia mí un galeón de oro con velamen de carmín y grana, mientras indescriptible armonía sonaba en mis oídos. Y a medida, repito, que aquellas visiones eran más hermosas, más agudo era el dolor que atormentaba mi cerebro. Y tal terror se posesionó de mi alma, que no comprendo cómo no fui a parar a un manicomio.
Ninguno de los facultativos que consulté encontraba remedio a mi mal, y no puse término a mis días con mi propia mano, gracias a mis principios religiosos. Por fin, siguiendo el consejo de no recuerdo qué médico famoso, determiné que varios de los doctores más eminentes de la ciudad se reunieran en consulta, y después de dos horas del más penoso interrogatorio, pronunciaron mi sentencia. Mi mal era incurable y degeneraría en locura; el tumor que se había formado en mi cerebro era inoperable y la muerte se aproximaba, aunque lentamente.
Salí de aquel consultorio como un hombre beodo. He dicho que muchas veces había deseado la muerte, y sin embargo, aquel día amaba yo la vida, a pesar de mis horribles sufrimientos. Embargada mi mente, como debe suponerse, caminé hacia mi casa por calles apartadas, temeroso de encontrar alguna persona conocida. Repentinamente, no sé qué impulso hizo fijar mi vista en una pequeña placa de metal sobre la puerta de una sucia habitación. Leí el letrero: Dr. Idiáquez, homeópata, y casi sin pensar en lo que hacía, penetré en la casa y subí la destartalada escalera.
Pero llegó el día en que ni aún el sueño pudo ahuyentar mis sufrimientos; y lo más extraño del caso era que, a medida que soñaba las cosas más fantásticas y hermosas, más agudos eran los dolores que me torturaban. Se comprenderá, por lo tanto, que entonces quise huir del sueño, apurando fuertes dosis de café: y esperaba yo la muerte como una ansiada liberación. Más, a pesar de todos mis esfuerzos para permanecer despierto y del horror con que veía yo llegar la noche, me vencía al fin el sueño, y en seguida presentábanse a mi mente las más peregrinas visiones que puedan imaginarse, aun en ese mundo inexplicable. Lluvias de estrellas, kaleidoscópicas auroras, extrañas floraciones, embargaban mi mente de continuo; a veces, sobre un mar fosforescente veía yo navegar hacia mí un galeón de oro con velamen de carmín y grana, mientras indescriptible armonía sonaba en mis oídos. Y a medida, repito, que aquellas visiones eran más hermosas, más agudo era el dolor que atormentaba mi cerebro. Y tal terror se posesionó de mi alma, que no comprendo cómo no fui a parar a un manicomio.
Ninguno de los facultativos que consulté encontraba remedio a mi mal, y no puse término a mis días con mi propia mano, gracias a mis principios religiosos. Por fin, siguiendo el consejo de no recuerdo qué médico famoso, determiné que varios de los doctores más eminentes de la ciudad se reunieran en consulta, y después de dos horas del más penoso interrogatorio, pronunciaron mi sentencia. Mi mal era incurable y degeneraría en locura; el tumor que se había formado en mi cerebro era inoperable y la muerte se aproximaba, aunque lentamente.
Salí de aquel consultorio como un hombre beodo. He dicho que muchas veces había deseado la muerte, y sin embargo, aquel día amaba yo la vida, a pesar de mis horribles sufrimientos. Embargada mi mente, como debe suponerse, caminé hacia mi casa por calles apartadas, temeroso de encontrar alguna persona conocida. Repentinamente, no sé qué impulso hizo fijar mi vista en una pequeña placa de metal sobre la puerta de una sucia habitación. Leí el letrero: Dr. Idiáquez, homeópata, y casi sin pensar en lo que hacía, penetré en la casa y subí la destartalada escalera.