A medida que el oriente iba sonroseándose como un niño entre bucles de
oro, notábase por el confín largas polvaredas. Un rumor semejante al
del pampero crecía en la serenidad. Allá lejos, tropas de avestruces
y de venados disparábanse al sesgo. De todos los puntos del horizonte
empezaban a acudir los gavilanes. Y de pronto, al rayar el sol,
coronando el próximo ribazo, desembocaba el arreo. Centenares de toros
y de caballos interpolados con bestias del desierto, huían cuesta
abajo, como aventados por el poncho del pajonal. Su paso violentaba
los campos en conmoción de artillería, reventaban las lagunas en
volcanes de lodo. Bárbaramente atabaleada, la tierra parecía hervir
a borbotones de polvo. Dijérase que al huir iban destejiéndola en
huracán. Su arrebato los embanderaba, rasgando el aire en larga
llama de sol. Surgían de las castigadas hierbas, ásperas aromas.
Oíase en las apreturas del atropello, el choque de los cuernos como
un entrevero a lanza. Y detrás los desmelenados arrieros, alto el
rebenque, azuzaban con estentórea gritería. Abiertos en abanico, habían
abrazado los campos en desmesurado sector, convergiendo luego hacia el
rodeo previsto, donde los que se quedaron, con el patrón a la cabeza,
cerraban el círculo de conquista y de muerte. Entonces entraban a
operar las boleadoras y los lazos. Magníficos jinetes atropellaban a
fondo revolviendo el zumbante racimo o la certera "armada"; y lo que
caía ileso de fractura, iba recibiendo la marca que labraba el cuadril
con su signo pintoresco o su letra tosca. Nada más semejante a un campo
de batalla. Allá por los badenes y vizcacheras, habían rodado algunos,
hiriéndose y aún matándose a veces. Las cornadas, las coces de los
animales enfurecidos, multiplicaban el riesgo. Una estuosa exhalación
de fiebre, de chamusco y de salvajina, agobiaba con fatiga de pelea.
Sembrado quedaba el campo de bestias heridas: unas, por el enredo del
lazo y de las bolas; otras, por la desjarretadera cuyo ancho tajo
de cimitarra tiraba el jinete sin dejar de correr. Aquí este bagual
de cola aborrascada en borla bravía por los abrojos; allá ese macho
que estrangulado por el lazo, se ahogaba con sibilante sobrealiento,
como un tizón metido al agua; más allá aquel toro agresivo, cegado
por la visera sangrienta que le formaba un colgajo de su propio cuero
sajado al efecto sobre los ojos. Un descanso jubiloso antecedía la
"cuereada" de la tarde. Era el monstruoso banquete de carne, para
hombres, perros y aves de presa. Los chifles entretallados con rústicas
figuras, prodigaban el aguardiente convival. Alguna guitarra gemía su
meditabundo bordoneo, como dilatado por el zumbido de las moscas que
la cediza y el bochorno suscitaban en vasto enjambre. La satisfecha
quietud parecía abanicarse en las lenguas de la perrada. Junto a
los fogones inmensos, hombres sentenciosos, enguantados de sangre,
comentaban las peripecias del día, dibujando marcas en el suelo, o
limpiando los engrasados dedos con lentitud sobre el empeine de la
bota. En los corrales repletos atronaban los balidos; y allá por la
llanura palpitante como el rescoldo, las últimas polvaredas parecían
descargas de un ejército en dispersión.
Peligro y abundancia habían erigido la hospitalidad en el primero de
los deberes. Aquella virtud, como tantos otros rasgos, exaltóse también
con el ya indicado repunte del atavismo arábigo. El pasajero que pedía
posada, era de suyo un personaje considerable. Traía noticias, a veces
con retardo de seis u ocho semanas en el aislamiento campesino y con
ello representaba la sociabilidad. Solía ser también cantor, por lo
cual, con el mate de bienvenida, era usual ofrecerle la guitarra; o
prófugo a quien resguardaba una lealtad inquebrantable, caracterizada
por el término compasivo que calificaba su delito: "tuvo una
desgracia"; "se desgració". La pésima justicia de la colonia y de la
patria, autorizaba aquella simpatía, por otra parte tan noble. También
la moderna penalidad presume en el delincuente la inocencia. No debía
gratitud alguna, antes le agradecían su visita eventual, como prueba de
estimación a la casa elegida; y si se detenía al pasar, pidiendo que le
vendieran un poco de carne, en cualquier parte le respondían:
-No ofenda, amigo. Corte lo que precise...
La guerra de independencia inició las calamidades del gaucho. Éste
iba a pagar hasta extinguirse el inexorable tributo de muerte que la
sumisión comporta, cimentando la nacionalidad con su sangre. He aquí
el motivo de su redención en la historia, la razón de la simpatía
que nos inspira su sacrificio, no menos heroico por ser fatal. La
guerra civil seguirá nutriéndose con sus despojos. En toda la tarea
de constituirnos, su sangre es el elemento experimental. Todavía
cuando cesó la matanza, su voto sirvió durante largos años en las
elecciones oficializadas, a las cuales continuó prestándose con
escéptica docilidad; y como significativo fenómeno, la desaparición de
aquel atraso viene a coincidir con la suya. Es también la hora de su
justificación en el estudio del poema que lo ha inmortalizado. Entonces
hallamos que todo cuanto es origen propiamente nacional, viene de él.
La guerra de la independencia que nos emancipó; la guerra civil que
nos constituyó; la guerra con los indios que suprimió la barbarie en
la totalidad del territorio; la fuente de nuestra literatura; las
prendas y defectos fundamentales de nuestro carácter; las instituciones
más peculiares, como el caudillaje, fundamento de la federación, y la
estancia que ha civilizado el desierto: en todo esto destácase como
tipo. Durante el momento más solemne de nuestra historia, la salvación
de la libertad fué una obra gaucha. La Revolución estaba vencida en
toda la América. Solo una comarca resistía aún, Salta la heroica. Y era
la guerra gaucha lo que mantenía prendido entre sus montañas, aquel
último fuego. Bajo su seguro pasó San Martín los Andes; y el Congreso
de Tucumán, verdadera retaguardia en contacto, pudo lanzar ante el
mundo la declaración de la independencia.
oro, notábase por el confín largas polvaredas. Un rumor semejante al
del pampero crecía en la serenidad. Allá lejos, tropas de avestruces
y de venados disparábanse al sesgo. De todos los puntos del horizonte
empezaban a acudir los gavilanes. Y de pronto, al rayar el sol,
coronando el próximo ribazo, desembocaba el arreo. Centenares de toros
y de caballos interpolados con bestias del desierto, huían cuesta
abajo, como aventados por el poncho del pajonal. Su paso violentaba
los campos en conmoción de artillería, reventaban las lagunas en
volcanes de lodo. Bárbaramente atabaleada, la tierra parecía hervir
a borbotones de polvo. Dijérase que al huir iban destejiéndola en
huracán. Su arrebato los embanderaba, rasgando el aire en larga
llama de sol. Surgían de las castigadas hierbas, ásperas aromas.
Oíase en las apreturas del atropello, el choque de los cuernos como
un entrevero a lanza. Y detrás los desmelenados arrieros, alto el
rebenque, azuzaban con estentórea gritería. Abiertos en abanico, habían
abrazado los campos en desmesurado sector, convergiendo luego hacia el
rodeo previsto, donde los que se quedaron, con el patrón a la cabeza,
cerraban el círculo de conquista y de muerte. Entonces entraban a
operar las boleadoras y los lazos. Magníficos jinetes atropellaban a
fondo revolviendo el zumbante racimo o la certera "armada"; y lo que
caía ileso de fractura, iba recibiendo la marca que labraba el cuadril
con su signo pintoresco o su letra tosca. Nada más semejante a un campo
de batalla. Allá por los badenes y vizcacheras, habían rodado algunos,
hiriéndose y aún matándose a veces. Las cornadas, las coces de los
animales enfurecidos, multiplicaban el riesgo. Una estuosa exhalación
de fiebre, de chamusco y de salvajina, agobiaba con fatiga de pelea.
Sembrado quedaba el campo de bestias heridas: unas, por el enredo del
lazo y de las bolas; otras, por la desjarretadera cuyo ancho tajo
de cimitarra tiraba el jinete sin dejar de correr. Aquí este bagual
de cola aborrascada en borla bravía por los abrojos; allá ese macho
que estrangulado por el lazo, se ahogaba con sibilante sobrealiento,
como un tizón metido al agua; más allá aquel toro agresivo, cegado
por la visera sangrienta que le formaba un colgajo de su propio cuero
sajado al efecto sobre los ojos. Un descanso jubiloso antecedía la
"cuereada" de la tarde. Era el monstruoso banquete de carne, para
hombres, perros y aves de presa. Los chifles entretallados con rústicas
figuras, prodigaban el aguardiente convival. Alguna guitarra gemía su
meditabundo bordoneo, como dilatado por el zumbido de las moscas que
la cediza y el bochorno suscitaban en vasto enjambre. La satisfecha
quietud parecía abanicarse en las lenguas de la perrada. Junto a
los fogones inmensos, hombres sentenciosos, enguantados de sangre,
comentaban las peripecias del día, dibujando marcas en el suelo, o
limpiando los engrasados dedos con lentitud sobre el empeine de la
bota. En los corrales repletos atronaban los balidos; y allá por la
llanura palpitante como el rescoldo, las últimas polvaredas parecían
descargas de un ejército en dispersión.
Peligro y abundancia habían erigido la hospitalidad en el primero de
los deberes. Aquella virtud, como tantos otros rasgos, exaltóse también
con el ya indicado repunte del atavismo arábigo. El pasajero que pedía
posada, era de suyo un personaje considerable. Traía noticias, a veces
con retardo de seis u ocho semanas en el aislamiento campesino y con
ello representaba la sociabilidad. Solía ser también cantor, por lo
cual, con el mate de bienvenida, era usual ofrecerle la guitarra; o
prófugo a quien resguardaba una lealtad inquebrantable, caracterizada
por el término compasivo que calificaba su delito: "tuvo una
desgracia"; "se desgració". La pésima justicia de la colonia y de la
patria, autorizaba aquella simpatía, por otra parte tan noble. También
la moderna penalidad presume en el delincuente la inocencia. No debía
gratitud alguna, antes le agradecían su visita eventual, como prueba de
estimación a la casa elegida; y si se detenía al pasar, pidiendo que le
vendieran un poco de carne, en cualquier parte le respondían:
-No ofenda, amigo. Corte lo que precise...
La guerra de independencia inició las calamidades del gaucho. Éste
iba a pagar hasta extinguirse el inexorable tributo de muerte que la
sumisión comporta, cimentando la nacionalidad con su sangre. He aquí
el motivo de su redención en la historia, la razón de la simpatía
que nos inspira su sacrificio, no menos heroico por ser fatal. La
guerra civil seguirá nutriéndose con sus despojos. En toda la tarea
de constituirnos, su sangre es el elemento experimental. Todavía
cuando cesó la matanza, su voto sirvió durante largos años en las
elecciones oficializadas, a las cuales continuó prestándose con
escéptica docilidad; y como significativo fenómeno, la desaparición de
aquel atraso viene a coincidir con la suya. Es también la hora de su
justificación en el estudio del poema que lo ha inmortalizado. Entonces
hallamos que todo cuanto es origen propiamente nacional, viene de él.
La guerra de la independencia que nos emancipó; la guerra civil que
nos constituyó; la guerra con los indios que suprimió la barbarie en
la totalidad del territorio; la fuente de nuestra literatura; las
prendas y defectos fundamentales de nuestro carácter; las instituciones
más peculiares, como el caudillaje, fundamento de la federación, y la
estancia que ha civilizado el desierto: en todo esto destácase como
tipo. Durante el momento más solemne de nuestra historia, la salvación
de la libertad fué una obra gaucha. La Revolución estaba vencida en
toda la América. Solo una comarca resistía aún, Salta la heroica. Y era
la guerra gaucha lo que mantenía prendido entre sus montañas, aquel
último fuego. Bajo su seguro pasó San Martín los Andes; y el Congreso
de Tucumán, verdadera retaguardia en contacto, pudo lanzar ante el
mundo la declaración de la independencia.