Es preciso conocer a fondo la arquitectura árabe.
La arquitectura árabe no es primitiva, es derivada; pero no es tampoco posible convenir en que sea una simple restauración del arte antiguo.
Desarrolló sobre las líneas romanas formas caprichosas, y logró hacer desaparecer sus plagios bajo la oriental armonía del conjunto.
Adoptó, además de las líneas romanas, el capitel bizantino, el ábaco de los egipcios, la ojiva de los cruzados, el ornato de los arquitectos del bajo imperio; mas combinó con tanto acierto y novedad estos confusos elementos, que identificada con ellos se presentó original como la mejor de las arquitecturas a que dio origen la edad media.
La arquitectura árabe es indudablemente una paradoja: está compuesta de miembros heterogéneos y forma sin embargo un cuerpo del todo compacto y homogéneo; apenas tiene un detalle suyo, y es sin embargo suyo el conjunto.
Es generalmente sensualista y caprichosa: se apodera hoy de un arco, de un adorno, de una forma cualquiera, y mañana hace ya con ella mil combinaciones; busca para mejor deslumbrar los mármoles más preciados, dora los capiteles, pinta el fondo de los relieves, engasta ópalos y cornalinas en las celosías, forma con menuda piedra los mosaicos, distribuye con profusión y de la manera mas vistosa todos los elementos de que dispone, columnas, arcos, cúpulas y cupulinos, almocárabes, cintas, hojas, entrelazos, flores; procura que cada monumento tenga su perspectiva, estudia con detención cómo ha de sorprender los sentidos, y apela para alcanzarlo no solo al arte, sino a la vegetación, a la naturaleza.
Llevó en su último período al extremo este sensualismo; mas no en el primero, en que procuró conservar siempre un carácter esencialmente religioso.
Las columnas de sus mezquitas aparecen casi entre tinieblas; los ajimeces no derraman sobre ella mas que una luz dudosa.
Sus techos de cedro son bajos y de sencillos artesones; sus ricas capillas de mosaico y oro están cubiertas de misterio.
Sus ostentosos mihrabs respiran la mayor magnificencia y hermosura; pero yacen también en la oscuridad y no es posible distinguir sus detalles sino a la luz de la lámpara que baja del centro de la bóveda.
La mayor parte de los capiteles no están mas que bosquejados; la ornamentación es severa; las inscripciones escritas en las portadas encierran casi siempre un sentido muy profundo.
Las paredes son muros almenados, ceñidos de torreones; los patios, vastos cuadros en que crece cuando más el arrayán a las orillas de un estanque.
Llevan las fachadas bellísimos relieves; pero está muy lejos de respirar la suntuosidad del interior, donde el arte desarrolla el inagotable tesoro de sus variadas y caprichosas formas.
El primer período de esta arquitectura corresponde a la época religiosa de la historia de los árabes: ¿cómo podía el artista, que vive de la vida de su siglo, dejar de inspirarse en los libros sagrados, ni dejar de obedecer a la irresistible fuerza de las creencias nacionales?
Toda religión es en sus principios misteriosa y sombría: señala con la mano el cielo y hace olvidar la tierra; preocupa con la idea de una vida futura el entendimiento y arroja al hombre en el más ascético estoicismo.
Personifica en Dios más el poder que el amor, más la justicia que la misericordia; le presenta colérico y dispuesto a precipitar al fondo de los abismos a cuantos no hayan concentrado en él su corazón y su inteligencia; impone los ánimos por medio del terror, y convierte a los pueblos más bien que en creyentes, en esclavos de la creencia.
El mahometismo procedió del mismo modo; y el arte, aun disponiendo de elementos llenos de gracia y de belleza, no pudo menos de comunicar severidad a la mayor parte de sus obras.
Relajose algo después el exclusivismo; mas la arquitectura lejos de sentir esta relajación, fue aún mejorando y armonizando más y más sus formas, fue dulcificando su carácter, fue embelleciéndose y procurando con mayor ahínco cautivar los ojos y la fantasía.
No decayó sino mucho más tarde, cuando ya quebrantada la unidad política quedó minado por su base el sistema del Profeta, cuando no era ya la religión más que un vano simulacro, cuando cada valí aspiraba a la corona y cada árabe se creía con derecho para levantar un rey sobre su escudo.
Siguió aun entonces ataviándose; pero con adornos frívolos, con esos adornos de la Alhambra, bellos y brillantes, sí, pero falsos, poco artísticos, destituidos los más, si no de gusto, de sentido.
No es solamente en la Alhambra donde debe ser estudiado el estilo de los árabes; merece ser estudiado en Sevilla, y, más aún que en Sevilla, en Córdoba, en esa Córdoba medio musulmana aun después de haber pasado sobre ella la tea de las discordias civiles, la espada de los reyes cristianos, el hacha de las revoluciones y el pico de la ignorancia y la barbarie.
El Alcázar de Sevilla es casi una reproducción del de Granada; mas la mezquita de Córdoba, además de ser un monumento del todo original en su género, es el álbum en que está consignada toda la historia del arte árabe, es la obra en que cabe seguir paso por paso la infancia, la virilidad, hasta la decadencia de ese estilo oriental que tanto os habrá hecho gozar y soñar en medio de estos encantados salones que perfuma aún el aliento de las flores, anima el murmullo de las fuentes, poetiza el recuerdo de los hechos en ellos ocurridos y cubre de interés la tradición y la leyenda.
La arquitectura árabe no es primitiva, es derivada; pero no es tampoco posible convenir en que sea una simple restauración del arte antiguo.
Desarrolló sobre las líneas romanas formas caprichosas, y logró hacer desaparecer sus plagios bajo la oriental armonía del conjunto.
Adoptó, además de las líneas romanas, el capitel bizantino, el ábaco de los egipcios, la ojiva de los cruzados, el ornato de los arquitectos del bajo imperio; mas combinó con tanto acierto y novedad estos confusos elementos, que identificada con ellos se presentó original como la mejor de las arquitecturas a que dio origen la edad media.
La arquitectura árabe es indudablemente una paradoja: está compuesta de miembros heterogéneos y forma sin embargo un cuerpo del todo compacto y homogéneo; apenas tiene un detalle suyo, y es sin embargo suyo el conjunto.
Es generalmente sensualista y caprichosa: se apodera hoy de un arco, de un adorno, de una forma cualquiera, y mañana hace ya con ella mil combinaciones; busca para mejor deslumbrar los mármoles más preciados, dora los capiteles, pinta el fondo de los relieves, engasta ópalos y cornalinas en las celosías, forma con menuda piedra los mosaicos, distribuye con profusión y de la manera mas vistosa todos los elementos de que dispone, columnas, arcos, cúpulas y cupulinos, almocárabes, cintas, hojas, entrelazos, flores; procura que cada monumento tenga su perspectiva, estudia con detención cómo ha de sorprender los sentidos, y apela para alcanzarlo no solo al arte, sino a la vegetación, a la naturaleza.
Llevó en su último período al extremo este sensualismo; mas no en el primero, en que procuró conservar siempre un carácter esencialmente religioso.
Las columnas de sus mezquitas aparecen casi entre tinieblas; los ajimeces no derraman sobre ella mas que una luz dudosa.
Sus techos de cedro son bajos y de sencillos artesones; sus ricas capillas de mosaico y oro están cubiertas de misterio.
Sus ostentosos mihrabs respiran la mayor magnificencia y hermosura; pero yacen también en la oscuridad y no es posible distinguir sus detalles sino a la luz de la lámpara que baja del centro de la bóveda.
La mayor parte de los capiteles no están mas que bosquejados; la ornamentación es severa; las inscripciones escritas en las portadas encierran casi siempre un sentido muy profundo.
Las paredes son muros almenados, ceñidos de torreones; los patios, vastos cuadros en que crece cuando más el arrayán a las orillas de un estanque.
Llevan las fachadas bellísimos relieves; pero está muy lejos de respirar la suntuosidad del interior, donde el arte desarrolla el inagotable tesoro de sus variadas y caprichosas formas.
El primer período de esta arquitectura corresponde a la época religiosa de la historia de los árabes: ¿cómo podía el artista, que vive de la vida de su siglo, dejar de inspirarse en los libros sagrados, ni dejar de obedecer a la irresistible fuerza de las creencias nacionales?
Toda religión es en sus principios misteriosa y sombría: señala con la mano el cielo y hace olvidar la tierra; preocupa con la idea de una vida futura el entendimiento y arroja al hombre en el más ascético estoicismo.
Personifica en Dios más el poder que el amor, más la justicia que la misericordia; le presenta colérico y dispuesto a precipitar al fondo de los abismos a cuantos no hayan concentrado en él su corazón y su inteligencia; impone los ánimos por medio del terror, y convierte a los pueblos más bien que en creyentes, en esclavos de la creencia.
El mahometismo procedió del mismo modo; y el arte, aun disponiendo de elementos llenos de gracia y de belleza, no pudo menos de comunicar severidad a la mayor parte de sus obras.
Relajose algo después el exclusivismo; mas la arquitectura lejos de sentir esta relajación, fue aún mejorando y armonizando más y más sus formas, fue dulcificando su carácter, fue embelleciéndose y procurando con mayor ahínco cautivar los ojos y la fantasía.
No decayó sino mucho más tarde, cuando ya quebrantada la unidad política quedó minado por su base el sistema del Profeta, cuando no era ya la religión más que un vano simulacro, cuando cada valí aspiraba a la corona y cada árabe se creía con derecho para levantar un rey sobre su escudo.
Siguió aun entonces ataviándose; pero con adornos frívolos, con esos adornos de la Alhambra, bellos y brillantes, sí, pero falsos, poco artísticos, destituidos los más, si no de gusto, de sentido.
No es solamente en la Alhambra donde debe ser estudiado el estilo de los árabes; merece ser estudiado en Sevilla, y, más aún que en Sevilla, en Córdoba, en esa Córdoba medio musulmana aun después de haber pasado sobre ella la tea de las discordias civiles, la espada de los reyes cristianos, el hacha de las revoluciones y el pico de la ignorancia y la barbarie.
El Alcázar de Sevilla es casi una reproducción del de Granada; mas la mezquita de Córdoba, además de ser un monumento del todo original en su género, es el álbum en que está consignada toda la historia del arte árabe, es la obra en que cabe seguir paso por paso la infancia, la virilidad, hasta la decadencia de ese estilo oriental que tanto os habrá hecho gozar y soñar en medio de estos encantados salones que perfuma aún el aliento de las flores, anima el murmullo de las fuentes, poetiza el recuerdo de los hechos en ellos ocurridos y cubre de interés la tradición y la leyenda.