Otras dos señoras se presentaron: otra madre con su hija, tipos opuestos
a las que hemos dado a conocer.
La primera, que apenas tendría cincuenta años, era excesivamente robusta
y con formas también excesivamente desarrolladas.
La cara, de color rojo amoratado, era más ancha que larga, y estrecha y
deprimida su frente, grande su boca, y extremadamente gruesos los
labios.
La nariz casi no merecía este nombre, pues más que nariz parecía un
trozo de remolacha colocado sobre la boca.
Sus pequeños ojos, de color indefinible, carecían de pestañas.
Copioso sudor corría por sus mejillas.
Apenas podía respirar, y muy trabajosamente agitaba el abanico de
descomunal tamaño y de vivos colores.
A pesar de su fealdad, no era desagradable, pues sin cesar sonreía como
pueden sonreír los querubines, y en su semblante se revelaba una
candidez y una benevolencia sin igual.
Vestía lujosamente, pues toda su ropa y adornos eran de bastante valor;
pero al mirarla era preciso acordarse de la fábula de la mona que se
vistió de seda.
La segunda, es decir, la hija, se parecía mucho a la madre, era también
rechoncha, prodigiosamente desarrollada y de abultadas formas, que es lo
mismo que decir que era una mujer compuesta de diversos y grandes
bultos, sin que el emballenado corsé pudiese apenas contener ó disimular
tan colosales protuberancias.
Esto era una desgracia de gran consideración, porque entre otros
inconvenientes, presentaba el de que solo con mucho trabajo podía
mirarse los pies la joven.
También la candidez se pintaba en su semblante.
La robustez no tiene que ver nada con la sensibilidad, y por más que el
lector se sorprenda, debemos decir que la mofletuda niña era sensible
como una heroína de melodrama. Hablaba poco y suspiraba mucho y con
tanta languidez, que no podían escucharse con indiferencia sus tiernos
suspiros.
Impresionable y tímida hasta el último grado de la timidez, era muy
fácil producir en ella un trastorno, y más de una vez se la había visto
desfallecer como la mujer más delicada.
Había leído muchas novelas del género romántico, y quería a toda costa
ser una mujer sublime.
Al oírla suspirar, al ver cómo languidecía, se hubiera creído que, a
pesar de su temperamento sanguíneo, era una de esas criaturas de
organización débil, en que los nervios representan el principal papel.
No hay que decir que en su envidiable organización sucedía todo lo
contrario.
Comía poco, muy poco, según ella aseguraba; pero la verdad Dios la
sabía.
Era desgraciada, y su desgracia consistía en la ruda franqueza de su
madre, que aunque con la mejor buena fe del mundo quería complacer a su
hija y representar la comedia, olvidábase con frecuencia de su papel y
hablaba de los tiempos en que vivía su esposo y ella bajaba al obrador y
vigilaba para que los trabajadores cumpliesen su deber.
Cuando la madre decía esto o cosas por el estilo, su hija, que no se
separaba de ella un instante, le tiraba del vestido a guisa de
advertencia y le dirigía miradas angustiosas.
Llamabas la madre Cecilia, y a la hija le habían puesto el sublime
nombre de Adela.
El padre de esta, que ya no existía, había tenido un gran taller de
cerrajería, y había conseguido hacer una respetable fortuna.
La viuda y la hija del cerrajero podían, por consiguiente, gastar mucho
y presentarse con verdadero lujo.
Aspiraba la niña a casarse con un gran señor, o por lo menos con un
hombre que algo tuviese de aristócrata, y algo también de romántico,
borrando ella así sus plebeyos antecedentes.
En los paseos, en los teatros, en los cafés y en todos los sitios
públicos, veíase siempre a la sensible Adela en compañía de su madre;
pero hasta entonces no había conseguido su objeto, si bien abrigaba la
esperanza de conseguirlo, porque había fijado en ella sus miradas cierto
caballero de ilustre cuna, que la semana anterior había sido presentado
a doña Robustiana del Peral, y que ya formaba parte de la tertulia.
Como se ve, Adela y Paquita eran dos tipos opuestos. La primera aspiraba
a la realización de sublimidades, y la segunda quería a toda costa un
esposo rico, que pudiera gastar mucho dinero, engalanarla, llevarla en
coche, emprender viajes los veranos y otras cosas por el estilo.
a las que hemos dado a conocer.
La primera, que apenas tendría cincuenta años, era excesivamente robusta
y con formas también excesivamente desarrolladas.
La cara, de color rojo amoratado, era más ancha que larga, y estrecha y
deprimida su frente, grande su boca, y extremadamente gruesos los
labios.
La nariz casi no merecía este nombre, pues más que nariz parecía un
trozo de remolacha colocado sobre la boca.
Sus pequeños ojos, de color indefinible, carecían de pestañas.
Copioso sudor corría por sus mejillas.
Apenas podía respirar, y muy trabajosamente agitaba el abanico de
descomunal tamaño y de vivos colores.
A pesar de su fealdad, no era desagradable, pues sin cesar sonreía como
pueden sonreír los querubines, y en su semblante se revelaba una
candidez y una benevolencia sin igual.
Vestía lujosamente, pues toda su ropa y adornos eran de bastante valor;
pero al mirarla era preciso acordarse de la fábula de la mona que se
vistió de seda.
La segunda, es decir, la hija, se parecía mucho a la madre, era también
rechoncha, prodigiosamente desarrollada y de abultadas formas, que es lo
mismo que decir que era una mujer compuesta de diversos y grandes
bultos, sin que el emballenado corsé pudiese apenas contener ó disimular
tan colosales protuberancias.
Esto era una desgracia de gran consideración, porque entre otros
inconvenientes, presentaba el de que solo con mucho trabajo podía
mirarse los pies la joven.
También la candidez se pintaba en su semblante.
La robustez no tiene que ver nada con la sensibilidad, y por más que el
lector se sorprenda, debemos decir que la mofletuda niña era sensible
como una heroína de melodrama. Hablaba poco y suspiraba mucho y con
tanta languidez, que no podían escucharse con indiferencia sus tiernos
suspiros.
Impresionable y tímida hasta el último grado de la timidez, era muy
fácil producir en ella un trastorno, y más de una vez se la había visto
desfallecer como la mujer más delicada.
Había leído muchas novelas del género romántico, y quería a toda costa
ser una mujer sublime.
Al oírla suspirar, al ver cómo languidecía, se hubiera creído que, a
pesar de su temperamento sanguíneo, era una de esas criaturas de
organización débil, en que los nervios representan el principal papel.
No hay que decir que en su envidiable organización sucedía todo lo
contrario.
Comía poco, muy poco, según ella aseguraba; pero la verdad Dios la
sabía.
Era desgraciada, y su desgracia consistía en la ruda franqueza de su
madre, que aunque con la mejor buena fe del mundo quería complacer a su
hija y representar la comedia, olvidábase con frecuencia de su papel y
hablaba de los tiempos en que vivía su esposo y ella bajaba al obrador y
vigilaba para que los trabajadores cumpliesen su deber.
Cuando la madre decía esto o cosas por el estilo, su hija, que no se
separaba de ella un instante, le tiraba del vestido a guisa de
advertencia y le dirigía miradas angustiosas.
Llamabas la madre Cecilia, y a la hija le habían puesto el sublime
nombre de Adela.
El padre de esta, que ya no existía, había tenido un gran taller de
cerrajería, y había conseguido hacer una respetable fortuna.
La viuda y la hija del cerrajero podían, por consiguiente, gastar mucho
y presentarse con verdadero lujo.
Aspiraba la niña a casarse con un gran señor, o por lo menos con un
hombre que algo tuviese de aristócrata, y algo también de romántico,
borrando ella así sus plebeyos antecedentes.
En los paseos, en los teatros, en los cafés y en todos los sitios
públicos, veíase siempre a la sensible Adela en compañía de su madre;
pero hasta entonces no había conseguido su objeto, si bien abrigaba la
esperanza de conseguirlo, porque había fijado en ella sus miradas cierto
caballero de ilustre cuna, que la semana anterior había sido presentado
a doña Robustiana del Peral, y que ya formaba parte de la tertulia.
Como se ve, Adela y Paquita eran dos tipos opuestos. La primera aspiraba
a la realización de sublimidades, y la segunda quería a toda costa un
esposo rico, que pudiera gastar mucho dinero, engalanarla, llevarla en
coche, emprender viajes los veranos y otras cosas por el estilo.