Las paces, así, en plural, constituyen un problema no menos arduo que la paz, en singular.
La paz se refiere al retorno a la tranquilidad y al sosiego de dos o más naciones en lucha, o de varios partidos enzarzados en guerra civil y fratricida. Las paces aluden a la avenencia y reanudación del amor en el matrimonio después de la discordia.
Aunque a primera vista parezca lo contrario, es más fácil hacer la paz que hacer las paces. Ya oigo exclamar: ¡Qué paradoja! No hay tal paradoja; espero demostrarlo. Lo que ocurre es que la diferencia de magnitud entre ambos conflictos, el conyugal y el internacional, hace creer a los espíritus superficiales que este último tiene un arreglo infinitamente más difícil que el primero. Esto es un error de juicio, que consiste en atribuir a la extensión de la trifulca o pelotera internacional móviles más irreductibles a concordia que aquellos que determinan las disidencias y ciscos conyugales. Las guerras no son más duraderas porque sean más grandes. Hay guerras chicas que no se acaban nunca. Ninguna guerra internacional dura treinta años, mientras existen matrimonios que llegan como el perro y el gato a las bodas de diamante. Basta este hecho para probar que es más fácil hacer la paz que hacer las paces.
Y el fenómeno se explica fácilmente. Para hacer la paz hay reyes, diplomáticos, cancilleres, ministros, políticos, gobernantes, etc. , todos los que han lanzado a los pueblos a la pelea. Para hacer las paces no hay acción intermediaria y pacificadora, porque los guerreros-los cónyuges-empiezan por ocultar su propia guerra. En las guerras internacionales los combatientes sienten el orgullo y el honor de la pelea. En las guerras conyugales, por el contrario, se siente la vergüenza de mantenerlas. Y por eso se ocultan. Los cónyuges simulan la paz sin estar hechas las paces, ofreciendo al exterior una dulce concordia, mientras la guerra civil arde en casa. Esta incomunicación de la guerra con el medio exterior es precisamente lo que dificulta hacer las paces. Así, pues, los contendientes, los cónyuges, han de buscar, en medio de su contienda, los métodos y las maneras de apaciguar su discordia. Y aquí está, precisamente, la dificultad. ¿Cómo ser simultáneamente, guerreros y diplomáticos, actores e intermediarios? ¿Cómo suspender las hostilidades? Dicho sin metáforas, en lenguaje directo: ¿Quién ha de ceder primero? ¿Quién de los dos se anticipará a ofrecer el beso o el abrazo de reconciliación, forma protocolar de los armisticios conyugales?
Ya se ve, pues, que no hemos exagerado al decir que es más fácil hacer la paz que hacer las paces.
La paz se refiere al retorno a la tranquilidad y al sosiego de dos o más naciones en lucha, o de varios partidos enzarzados en guerra civil y fratricida. Las paces aluden a la avenencia y reanudación del amor en el matrimonio después de la discordia.
Aunque a primera vista parezca lo contrario, es más fácil hacer la paz que hacer las paces. Ya oigo exclamar: ¡Qué paradoja! No hay tal paradoja; espero demostrarlo. Lo que ocurre es que la diferencia de magnitud entre ambos conflictos, el conyugal y el internacional, hace creer a los espíritus superficiales que este último tiene un arreglo infinitamente más difícil que el primero. Esto es un error de juicio, que consiste en atribuir a la extensión de la trifulca o pelotera internacional móviles más irreductibles a concordia que aquellos que determinan las disidencias y ciscos conyugales. Las guerras no son más duraderas porque sean más grandes. Hay guerras chicas que no se acaban nunca. Ninguna guerra internacional dura treinta años, mientras existen matrimonios que llegan como el perro y el gato a las bodas de diamante. Basta este hecho para probar que es más fácil hacer la paz que hacer las paces.
Y el fenómeno se explica fácilmente. Para hacer la paz hay reyes, diplomáticos, cancilleres, ministros, políticos, gobernantes, etc. , todos los que han lanzado a los pueblos a la pelea. Para hacer las paces no hay acción intermediaria y pacificadora, porque los guerreros-los cónyuges-empiezan por ocultar su propia guerra. En las guerras internacionales los combatientes sienten el orgullo y el honor de la pelea. En las guerras conyugales, por el contrario, se siente la vergüenza de mantenerlas. Y por eso se ocultan. Los cónyuges simulan la paz sin estar hechas las paces, ofreciendo al exterior una dulce concordia, mientras la guerra civil arde en casa. Esta incomunicación de la guerra con el medio exterior es precisamente lo que dificulta hacer las paces. Así, pues, los contendientes, los cónyuges, han de buscar, en medio de su contienda, los métodos y las maneras de apaciguar su discordia. Y aquí está, precisamente, la dificultad. ¿Cómo ser simultáneamente, guerreros y diplomáticos, actores e intermediarios? ¿Cómo suspender las hostilidades? Dicho sin metáforas, en lenguaje directo: ¿Quién ha de ceder primero? ¿Quién de los dos se anticipará a ofrecer el beso o el abrazo de reconciliación, forma protocolar de los armisticios conyugales?
Ya se ve, pues, que no hemos exagerado al decir que es más fácil hacer la paz que hacer las paces.