Texto - "Mitos, supersticiones y supervivencias populares de Bolivia" Manuel Rigoberto Paredes

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Las supersticiones son inherentes a la naturaleza humana; ellas son
mayores y más dominantes según el estado de civilización de cada país.
En el nuestro se adquieren en la niñez y nos acompañan hasta la tumba.
A medida que los individuos descienden en escala social y disminuye su
instrucción, van aumentando en número y haciéndose imprescindibles en
el dominio de la vida. Tal sucede con los habitantes de escala inferior
de nuestras ciudades y pueblos de provincia, llámense blancos, mestizos
o indios, los cuales son orgánicamente supersticiosos. En el espíritu
de estos diversos componentes étnicos apenas han podido tener cabida
algunas ideas religiosas o principios de ciencia médica, que lejos
de amortiguar los impulsos naturales de su idiosincracia mediocre,
les han servido para disimularlos y encubrirlos. Continúan creyendo
indios y mestizos, en la eficacia de los sortilegios y maleficios, y
en el poder de los que los hacen; veneran aún las cuevas tétricas, los
cerros elevados, desiertos y desprovistos de vegetación, los lagos,
ríos, o figuras de barro toscamente trabajados, o piedras que tienen
venas atravesadas en cruz, o formando arabescos, que se aproximen a
figuras humanas, y a cuanta cosa encuentran con alguna particularidad
extraña, suponiendo, aunque confusamente, que tras de todo eso existe
una voluntad personal, que les da movimiento, les hace obrar, o se
manifiesta en ellos, o representa los desdobles de sus antepasados.
Sus antiguos mitos y leyendas siguen teniendo conturbada y esclavizada
su alma sencilla. En la mente de niño de aquellos, la religión y la
medicina, se confunden aún con la brujería; el hechicero con el médico
y el sacerdote, a quien con su segunda intención, se complacen en
llamarlo tata-cura.

Los párrocos tan ignorantes, como sus feligreses, son los que dan
pábulo a esas creencias, predicándoles, enseñándoles a menudo, que
los males son obra del diablo, venganzas de la divinidad; bendiciendo
los objetos presentados por los indios y cholos, colocándolos después
en los altares, junto a las efigies de los santos. Así al lado de una
Virgen, se ve un trozo de piedra, junto a un crucifijo, un retazo de
madera.

La ignorancia de las causas que motivan los fenómenos naturales, en
párrocos y feligreses, han influído, en forma decisiva, para que el
fetichismo y las supersticiones indígenas encuentren aceptación y
aliento en las costumbres del pueblo, dando lugar para que el remedio a
cualquiera desgracia o enfermedad, se busque, no en la ciencia, sino
en la hechicería.

Entre los santos del catolicismo, al que deveras adora el indio y en
quién tiene plena fe, es en Santiago, porque lo confunde con el rayo;
lo toma por su imagen.

Como los antiguos griegos, creían que Júpiter lo lanzaba, suponen los
indios que Santiago es el que lo forja y envía a la tierra; por eso se
llaman Apu-illapu, o sea, señor-rayo.

El indio se extasía al contemplar al santo montado a caballo, con aire
marcial y sañudo de fiero y apuesto capitán, cubierto la testa con
sombrero de plata, de ancha falda levantada, dejando al descubierto su
arrogante rostro; manteo encarnado, con flecos de oro sobre la espalda,
armada su diestra de flamígera espada, en actitud de descargar el arma
sobre infieles que se le han puesto atrevidos al paso, y a quienes los
hace triturar con los pesados cascos de su brioso corcel.

Tal es la fe que la gente del pueblo tiene en Santiago, que cuando
alguien ha podido salvar de la descarga eléctrica del rayo, lo
conceptúan como su hijo, favorecido con un bautismo de fuego, en señal
de haberlo elegido el santo para revelarle los arcanos de lo venidero,
prevenir los males, descubrir las cosas ocultas y ahuyentar por su
intermedio al espíritu malo, al temible auka escapado del centro
de la tierra, y la fractura o cicatriz producida por el rayo, la
considera, el que la tiene, como comprobante del papel sobrenatural
que debe desempeñar entre sus semejantes.

Asimismo, cuando un niño nace el momento en que estallan chispas en el
cielo, lo llaman hijo de Santiago. También tienen igual condición los
mellizos, o el hijo que la madre hubiese afirmado estar concebido para
el santo, cierto día que la sorprendió la tempestad en el campo, o la
cubrió el sol con sus rayos ardientes hasta haberla dejado desmayada.

El lugar en que ha caído el rayo lo consideran como digno de respeto,
por haber sido visitado por el santo, tatitun-purita, como dicen, y
le llevan ofrendas y lo veneran, creyendo que aun se encuentra presente
allí Santiago, y con objeto de despedirlo, se visten con sus mejores
trajes, se adornan de blanco y junto con sus mujeres, igualmente
ataviadas, al son de alegre música, se dirigen al sitio, hacen reventar
cohetes y después de sacrificar una llama blanca, y realizar otras
ceremonias, cual si realmente estuvieran despidiendo a una persona,
regresan bailando a sus casas. Desde entonces, el lugar es tenido por
sagrado, y le denominan, unas veces, ajatha, atravesado, y otras
illapujatha, o herido por el rayo.

El momento en que cae averiada o muerta una persona, a consecuencia
del rayo, es imposible que nadie la auxilie; todos los presentes
inmediatamente vuelven la vista y ninguno se atreve a mirarla
siquiera. Mantienen la idea de que viéndola, se muere definitivamente,
porque al santo no le agrada ser sorprendido el momento en que
desciende a caballo sobre un individuo quien puede regresar en sí
cuando no lo han visto.