Texto - "Cuentos Clásicos del Norte" Edgar Allan Poe

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Esta isla es muy singular. Está formada casi toda de arena, y tiene
alrededor de tres millas de longitud. Su anchura no excede de un cuarto
de milla en toda su extensión. Queda separada del continente por una
corriente apenas perceptible que se desliza entre un yermo de cañas y
légamo, guarida favorita de las aves silvestres. La vegetación, como
puede suponerse, es escasa y raquítica. No hay árboles de ninguna clase.
Cerca de la extremidad occidental, hacia el fuerte de Moultrie, donde
existen algunos edificios de estructura miserable ocupados durante el
verano por los fugitivos del polvo y las fiebres de Chárleston, puede
encontrarse en verdad la palmera de abanico; pero toda la isla, con
excepción de la parte occidental y de una faja blanca y endurecida a la
ribera del mar, está cubierta de una densa maleza del mirto blanco tan
apreciado por los horticultores de Inglaterra. Estos arbustos alcanzan a
menudo una altura de quince o veinte pies y forman un tallar casi
impenetrable, embalsamando el aire con su fragancia.

En la más intrincada espesura de aquel soto, no muy alejada de la
extremidad oriental y más remota de la isla, había construído Legrand
una pequeña cabaña que habitaba en la época en que le conocí
incidentalmente por primera vez. Pronto este conocimiento se convirtió
en amistad, porque el recluso tenía muchas cualidades propias para
despertar interés y estimación. Lo encontré bien educado, de mentalidad
extraordinaria, pero atacado de misantropía y sujeto a perniciosos
accesos alternados de entusiasmo y melancolía. Tenía muchos libros, pero
rara vez hacía uso de ellos. Su principal distracción consistía en la
caza y la pesca o en vagar por la ribera y a través de los mirtos en
busca de conchas o ejemplares entomológicos, cuya colección de los
últimos podía haber causado la envidia de un Swámmerdamm. En estas
excursiones le acompañaba generalmente un negro viejo, llamado Júpiter,
a quien había franqueado antes de sus desgracias de familia, pero al
cual ni amenazas ni promesas pudieron inducir a abandonar lo que
consideraba su derecho de seguir los pasos de su joven "amo Will." No
sería extraño que los parientes de Legrand, juzgándole de mente algo
perturbada, hubieran contribuído a infundir a Júpiter esta obstinación
con el objeto de mantener cierta vigilancia y tutela sobre el vagabundo.

En la latitud de la isla de Súllivan los inviernos no son muy severos
por lo general, y en el otoño es muy raro que se sienta la necesidad de
encender la chimenea. Sin embargo, a mediados de octubre de 18 - ocurrió
un día de frío extraordinario. A la hora precisa del ocaso me abría yo
paso entre las siemprevivas hacia la cabaña de mi amigo a quien no había
visto durante varias semanas, pues que en aquel entonces residía yo en
Chárleston, a nueve millas de distancia de la isla, y las facilidades
para el viaje de ida y vuelta estaban muy lejos de aproximarse a las del
tiempo actual. Al llegar a la choza golpeé la puerta como de costumbre
y, no obteniendo respuesta, busqué la llave en el sitio donde yo sabía
que la ocultaban de ordinario, abrí la puerta y entré. Un buen fuego
ardía en el hogar. Era una novedad que nada tenía por cierto de
desagradable. Me despojé del abrigo, acerqué una silla de brazos a los
crujientes leños, y me dispuse a esperar pacientemente la llegada de
Legrand.

Llegó poco después de obscurecido y me brindó la bienvenida más cordial.
Júpiter, sonriendo de oreja a oreja, se precipitó a preparar un ave de
pantano para la cena. Hallábase Legrand en uno de sus accesos - ¿de qué
otro modo podría llamarlos? - de entusiasmo. Había encontrado un bivalvo
desconocido que representaba un género nuevo; y había perseguido y
cazado además, con ayuda de Júpiter, un escarabajo que juzgaba
absolutamente nuevo, pero acerca del cual quería tener mi opinión a la
mañana siguiente.