La mesa está cubierta de platos y escudillas pequeñas con manjares, si es que tan lisonjero nombre puede darse a esas confecciones inventadas expresamente para martirio y sonrojo de los estómagos.
Maíces fresquecitos acabados de llegar de la milpa y a medio cocer, nadando en leche, con trozos de huevo empedernido, jitomates crudos que fungen, bien como frutas, bien como materia prima para ensalada, ramas colosales de apio, erguidas sobre picheles y jarrones, tortillas de huevo que rociadas con melaza sirven de dulce, mantequilla que se mezcla indistintamente a las frutas, a las conservas y a las más repugnantes grasas, y unos pasteles de intestinos de calabaza mezclados con ruibarbo, capaces de resucitar a un muerto si se le pasa por la nariz.
Pero este es solo el pretexto; la verdadera confección de los manjares reside en el convoy, o lo que se llama las angarillas o aceiteras y sus adminículos.
Todos los cáusticos, todos los tósigos, todos los similares del aguarrás, del álcali y del petróleo, están encerrados en botellitas que hacen temblar las carnes, con los nombres de salsas, pikles, pimientas, polvos y sazones.
Llega el manjar, y caldo o carne todo es uno, llueven polvos, vinagres, melazas, el caos de los sabores, la Babel de los tósigos; aquello se devora y su hervor se apaga con cerveza o se inunda en agua, varias veces nauseabunda...
La mesa era, pues, la bestia negra para mis compañeros y para mí; pero pasadas sus embestidas, renacía el buen humor y se trataba de comunicar variedad al triste encierro que nos sujetaba.
El piano levantaba los ánimos, el aprendizaje del idioma estrechaba los vínculos, y la amabilidad mexicana hizo tales conquistas, que a poco tiempo los chinos ensayaban dancitas, los empleados tarareaban el sombrero ancho, el servicio se relajaba y el capitán se tiraba las barbas al ver que la fiebre mexicana hubiese invadido su antes silenciosa y austera mansión.
Un pasajero de la Baja California, ancho de espaldas, resuelto de mirada, pero de finas maneras, me sorprendió en la tarde dirigiendo piropos a las nubes, extasiado con el espectáculo magnífico de la caída del Sol (ya es conocida de mis amigos mi manía de declamar mis versos al improvisarlos, manía que me ha valido algunos chascos).
El cuadro que yo tenia delante de los ojos era de una grandiosidad inexplicable.
Moles inmensas de nubes veíanse tendidas y como superpuestas en la dilatada extensión del horizonte; sobre aquella gradería aérea se condensaban grupos de nubes formando árboles, arcos, pirámides, cabezas de monstruos con garras y alas, caballos, columnas, ancianos de profusa barba y dragones gigantescos: de las extremidades de ese horizonte amplísimo colgaban cortinajes caudalosos de púrpura, que se revolvían o se derramaban sobre las gradas: el Sol, primero apareció como en el centro de un pórtico fantástico y fue descendiendo tras la gradería, trasparentándola, tiñéndola de escarlata, bordando de oro los cortinajes, circuyendo de ráfagas, árboles, arcos y columnas, dejando como en la sombra, rocas, ancianos y monstruos; descendió más y el globo inmenso de fuego tornó en caudalosas cataratas de llama las gradas, apareciendo el astro rey ahogándose en el infinito de luz que reproducían las aguas como incendiándose, en tanto que vislumbraba la luna en Oriente como inundada en lágrimas al presenciar la agonía de su hijo, el padre del día... El cuadro, aunque desnaturalizado por mi pluma, era magnífico, la tripulación entera asistía a él, ebria de deliciosa admiración.
Yo estaba aislado, y como digo, declamando no sé cuántos disparates... sentí a mi espalda un ruido y era el pasajero que me decía:
- Continúe vd., señor... continúe vd., yo rezaba también como vd.
El pasajero es amigo del Sr. Pedrines, vecino de la Baja California, con quien por tal motivo contraje relación.
Maíces fresquecitos acabados de llegar de la milpa y a medio cocer, nadando en leche, con trozos de huevo empedernido, jitomates crudos que fungen, bien como frutas, bien como materia prima para ensalada, ramas colosales de apio, erguidas sobre picheles y jarrones, tortillas de huevo que rociadas con melaza sirven de dulce, mantequilla que se mezcla indistintamente a las frutas, a las conservas y a las más repugnantes grasas, y unos pasteles de intestinos de calabaza mezclados con ruibarbo, capaces de resucitar a un muerto si se le pasa por la nariz.
Pero este es solo el pretexto; la verdadera confección de los manjares reside en el convoy, o lo que se llama las angarillas o aceiteras y sus adminículos.
Todos los cáusticos, todos los tósigos, todos los similares del aguarrás, del álcali y del petróleo, están encerrados en botellitas que hacen temblar las carnes, con los nombres de salsas, pikles, pimientas, polvos y sazones.
Llega el manjar, y caldo o carne todo es uno, llueven polvos, vinagres, melazas, el caos de los sabores, la Babel de los tósigos; aquello se devora y su hervor se apaga con cerveza o se inunda en agua, varias veces nauseabunda...
La mesa era, pues, la bestia negra para mis compañeros y para mí; pero pasadas sus embestidas, renacía el buen humor y se trataba de comunicar variedad al triste encierro que nos sujetaba.
El piano levantaba los ánimos, el aprendizaje del idioma estrechaba los vínculos, y la amabilidad mexicana hizo tales conquistas, que a poco tiempo los chinos ensayaban dancitas, los empleados tarareaban el sombrero ancho, el servicio se relajaba y el capitán se tiraba las barbas al ver que la fiebre mexicana hubiese invadido su antes silenciosa y austera mansión.
Un pasajero de la Baja California, ancho de espaldas, resuelto de mirada, pero de finas maneras, me sorprendió en la tarde dirigiendo piropos a las nubes, extasiado con el espectáculo magnífico de la caída del Sol (ya es conocida de mis amigos mi manía de declamar mis versos al improvisarlos, manía que me ha valido algunos chascos).
El cuadro que yo tenia delante de los ojos era de una grandiosidad inexplicable.
Moles inmensas de nubes veíanse tendidas y como superpuestas en la dilatada extensión del horizonte; sobre aquella gradería aérea se condensaban grupos de nubes formando árboles, arcos, pirámides, cabezas de monstruos con garras y alas, caballos, columnas, ancianos de profusa barba y dragones gigantescos: de las extremidades de ese horizonte amplísimo colgaban cortinajes caudalosos de púrpura, que se revolvían o se derramaban sobre las gradas: el Sol, primero apareció como en el centro de un pórtico fantástico y fue descendiendo tras la gradería, trasparentándola, tiñéndola de escarlata, bordando de oro los cortinajes, circuyendo de ráfagas, árboles, arcos y columnas, dejando como en la sombra, rocas, ancianos y monstruos; descendió más y el globo inmenso de fuego tornó en caudalosas cataratas de llama las gradas, apareciendo el astro rey ahogándose en el infinito de luz que reproducían las aguas como incendiándose, en tanto que vislumbraba la luna en Oriente como inundada en lágrimas al presenciar la agonía de su hijo, el padre del día... El cuadro, aunque desnaturalizado por mi pluma, era magnífico, la tripulación entera asistía a él, ebria de deliciosa admiración.
Yo estaba aislado, y como digo, declamando no sé cuántos disparates... sentí a mi espalda un ruido y era el pasajero que me decía:
- Continúe vd., señor... continúe vd., yo rezaba también como vd.
El pasajero es amigo del Sr. Pedrines, vecino de la Baja California, con quien por tal motivo contraje relación.