Además, nunca fui excesivamente desgraciado, porque no tengo imaginación; no me consumía rodando en torno de paraísos ficticios, nacidos de mi propia alma deseosa, como las nubes de la evaporación de un lago; no suspiraba mirando las lúcidas estrellas, por un amor espiritual a lo Romero o por una gloria humana a lo Camoens.
Soy muy positivista. Sólo aspiraba a lo racional, a lo tangible, a lo que era alcanzado por otros en mi barrio, a lo que es accesible a un bachiller. Y me iba resignando como quien ante una "table d' hotel" mastica la corteza de pan seco en espera del rico plato de la "Charlotte russe". Las felicidades habían de llegar; y, para apresarlas, yo hacía todo lo que me era posible como portugués y como constitucional; se las pedía todas las noches a Nuestra Señora de los Dolores y compraba décimos de la lotería.
Entretanto procuraba distraerme. Y como las circunvoluciones de mi cerebro no me habilitaban para componer odas a la manera de tantos otros que, a mi lado, se desquitaban así del tedio que la profesión les producía; como mi escaso sueldo, apenas suficiente para pagar la casa y el tabaco, no me permitía ningún vicio, había tomado el hábito discreto de comprar en la feria de Sadra libros antiguos desencuadernados, y por la noche, en mi cuarto, me entretenía con esas curiosas lecturas. Eran, siempre, obras de títulos sugestivos: "Galera de la inocencia", "Espejo milagroso", "Tristeza de los desheredados..." ¡El tipo venerable, el papel amarillento, la grave encuadernación frailuna, la cintita verde marcando la página, todo esto me encantaba! Después, aquellos relatos ingenuos en letra gorda inundaban de paz todo mi ser, produciéndome una sensación comparable a la calma penetrante de una vieja cerca de un monasterio, en la quebradura de un valle, a la hora del crepúsculo, oyendo correr el agua muy triste...
Soy muy positivista. Sólo aspiraba a lo racional, a lo tangible, a lo que era alcanzado por otros en mi barrio, a lo que es accesible a un bachiller. Y me iba resignando como quien ante una "table d' hotel" mastica la corteza de pan seco en espera del rico plato de la "Charlotte russe". Las felicidades habían de llegar; y, para apresarlas, yo hacía todo lo que me era posible como portugués y como constitucional; se las pedía todas las noches a Nuestra Señora de los Dolores y compraba décimos de la lotería.
Entretanto procuraba distraerme. Y como las circunvoluciones de mi cerebro no me habilitaban para componer odas a la manera de tantos otros que, a mi lado, se desquitaban así del tedio que la profesión les producía; como mi escaso sueldo, apenas suficiente para pagar la casa y el tabaco, no me permitía ningún vicio, había tomado el hábito discreto de comprar en la feria de Sadra libros antiguos desencuadernados, y por la noche, en mi cuarto, me entretenía con esas curiosas lecturas. Eran, siempre, obras de títulos sugestivos: "Galera de la inocencia", "Espejo milagroso", "Tristeza de los desheredados..." ¡El tipo venerable, el papel amarillento, la grave encuadernación frailuna, la cintita verde marcando la página, todo esto me encantaba! Después, aquellos relatos ingenuos en letra gorda inundaban de paz todo mi ser, produciéndome una sensación comparable a la calma penetrante de una vieja cerca de un monasterio, en la quebradura de un valle, a la hora del crepúsculo, oyendo correr el agua muy triste...