Quien se proponga estudiar la vida espiritual de un pueblo, y las épocas
en que adquiere más importancia, no debe circunscribirse demasiado al
espacio y al tiempo si anhela conseguir satisfactorios resultados. No
podrá aislar enteramente a la nación cuya historia investiga, ni romper
los lazos que unen al período que examina con los anteriores, sin
privarse al mismo tiempo de un medio interesantísimo para el logro de
su propósito. La vista ejercitada descubre en todo relaciones.
Movimientos que se creían sin enlace provienen a menudo de un choque,
que, partiendo de lejano centro, vibra después por todo el orbe. Por
innumerables que sean las tradiciones que un siglo transmite a otro, y
uno a otro pueblo, un examen atento llega a veces a encontrar las
fuentes de que provienen esos fenómenos nuevos, y originales en
apariencia, derramadas en distintos sentidos al cabo de largos años por
todas las naciones. Hasta el elemento primitivo que contiene nuevos
gérmenes de civilización, dominante en las esferas más elevadas de la
vida de un pueblo, es sólo nacional en parte, de la misma manera que el
que nace en lo más íntimo de su corazón y no sale de él, no puede
tampoco evitar las modificaciones externas, ni el indeleble y vigoroso
sello que siglos enteros y otros pueblos llegan a imprimir en él. Y sin
embargo, aunque ninguna forma sea en todo independiente de las
anteriores; aunque ninguna haya sólo de lo presente sin haber admitido
algo de lo pasado, encuéntranse, no obstante, naciones que las poseen
exclusivamente suyas, y excitan nuestra admiración por su identidad con
otras conocidas, obligándonos a acudir a su centro común.
Tan íntima unión de fenómenos, semejantes en apariencia, y distintos por
el tiempo y el espacio en que ocurren, es de gran precio para el examen
de aquellas épocas, de las cuales ni quedan documentos auténticos, ni
dan clara luz por sí solas. Por su mediación llega el historiador de
ciertos períodos artísticos y literarios a caminar con desembarazo por
la senda que lo lleva a la verdad. Evitando los inconvenientes de
abandonarse demasiado a peligrosas adivinaciones, aprovechándose sólo de
sus anteriores conocimientos, comparando lo extranjero con lo nacional y
lo pasado con lo presente, llega a completar sus noticias parciales y á
aclarar sus dudas.
España (de cuya literatura y arte dramático trataremos en breve), ha
sido mirada largo tiempo como un país encerrado en sí propio más que los
restantes, y extraño a la influencia y comercio de otros pueblos.
Separada de Europa por la muralla que forman los montes Pirineos, y
bañadas sus costas por dos mares que la aislan de las demás naciones, no
se parece a ninguna otra ni por la formación geológica de su suelo, ni
por sus elevadas llanuras, ni por sus montañas y valles, que le prestan
un colorido especial. Habítala, según se presume, un pueblo indígena,
que, a pesar de su mezcla con otras razas, aún no ha perdido los rasgos
distintivos de su carácter, igual al descrito en las más antiguas
historias, a pesar de los siglos transcurridos, habiendo mostrado en
todas las épocas de su existencia ese elemento original y dominante que
le infunde tanto interés para el estudioso. Este rasgo característico de
su fisonomía, que proviene de la influencia de un pueblo no europeo, y
es efecto de la unión de los dos elementos oriental y occidental, la
distingue de una manera singular. No obstante, aunque se diferencie por
esto de todos los demás pueblos de Europa, la civilización española no
ha escapado a las causas que han influído en la de los demás modernos,
ni tampoco a lo pasado y a lo próximo.
en que adquiere más importancia, no debe circunscribirse demasiado al
espacio y al tiempo si anhela conseguir satisfactorios resultados. No
podrá aislar enteramente a la nación cuya historia investiga, ni romper
los lazos que unen al período que examina con los anteriores, sin
privarse al mismo tiempo de un medio interesantísimo para el logro de
su propósito. La vista ejercitada descubre en todo relaciones.
Movimientos que se creían sin enlace provienen a menudo de un choque,
que, partiendo de lejano centro, vibra después por todo el orbe. Por
innumerables que sean las tradiciones que un siglo transmite a otro, y
uno a otro pueblo, un examen atento llega a veces a encontrar las
fuentes de que provienen esos fenómenos nuevos, y originales en
apariencia, derramadas en distintos sentidos al cabo de largos años por
todas las naciones. Hasta el elemento primitivo que contiene nuevos
gérmenes de civilización, dominante en las esferas más elevadas de la
vida de un pueblo, es sólo nacional en parte, de la misma manera que el
que nace en lo más íntimo de su corazón y no sale de él, no puede
tampoco evitar las modificaciones externas, ni el indeleble y vigoroso
sello que siglos enteros y otros pueblos llegan a imprimir en él. Y sin
embargo, aunque ninguna forma sea en todo independiente de las
anteriores; aunque ninguna haya sólo de lo presente sin haber admitido
algo de lo pasado, encuéntranse, no obstante, naciones que las poseen
exclusivamente suyas, y excitan nuestra admiración por su identidad con
otras conocidas, obligándonos a acudir a su centro común.
Tan íntima unión de fenómenos, semejantes en apariencia, y distintos por
el tiempo y el espacio en que ocurren, es de gran precio para el examen
de aquellas épocas, de las cuales ni quedan documentos auténticos, ni
dan clara luz por sí solas. Por su mediación llega el historiador de
ciertos períodos artísticos y literarios a caminar con desembarazo por
la senda que lo lleva a la verdad. Evitando los inconvenientes de
abandonarse demasiado a peligrosas adivinaciones, aprovechándose sólo de
sus anteriores conocimientos, comparando lo extranjero con lo nacional y
lo pasado con lo presente, llega a completar sus noticias parciales y á
aclarar sus dudas.
España (de cuya literatura y arte dramático trataremos en breve), ha
sido mirada largo tiempo como un país encerrado en sí propio más que los
restantes, y extraño a la influencia y comercio de otros pueblos.
Separada de Europa por la muralla que forman los montes Pirineos, y
bañadas sus costas por dos mares que la aislan de las demás naciones, no
se parece a ninguna otra ni por la formación geológica de su suelo, ni
por sus elevadas llanuras, ni por sus montañas y valles, que le prestan
un colorido especial. Habítala, según se presume, un pueblo indígena,
que, a pesar de su mezcla con otras razas, aún no ha perdido los rasgos
distintivos de su carácter, igual al descrito en las más antiguas
historias, a pesar de los siglos transcurridos, habiendo mostrado en
todas las épocas de su existencia ese elemento original y dominante que
le infunde tanto interés para el estudioso. Este rasgo característico de
su fisonomía, que proviene de la influencia de un pueblo no europeo, y
es efecto de la unión de los dos elementos oriental y occidental, la
distingue de una manera singular. No obstante, aunque se diferencie por
esto de todos los demás pueblos de Europa, la civilización española no
ha escapado a las causas que han influído en la de los demás modernos,
ni tampoco a lo pasado y a lo próximo.