Nunca he dormido tan bien como la primera noche que pasé en aquella modesta alcoba.
A pesar de haber dejado abierta la ventana, pues lo permitía la temperatura, no sufrí ruido molesto de ninguna especie.
Al contrario, creo que me arrulló suavemente el constante y sonoro toque de campanas.
Desperté temprano, como es mi costumbre, y desde el lecho empecé a admirar de nuevo el grato aspecto de mi balcón florido: las hortensias, con sus esferas de azul y rosa; las azáleas y geranios, con sus variados tonos de rojo y blanco; mas ¿qué era esa flor maravillosa, en el centro de todas, en la cual no había yo reparado la víspera?
Salté del lecho, y vi con sorpresa que no era flor alguna, sino un pájaro que se posaba en el barandal del balcón.
Me acerqué con grandísima cautela, por miedo de ahuyentarlo.
Al principio lo tomé por un loro, pero enseguida comprendí que era de mayor tamaño.
No intentaré describir su maravilloso plumaje, porque no podría hacerlo.
Solo diré que me hizo la impresión de una joya inmensa, esmaltada con los colores más vivos que puedan imaginarse: verde, azul, rojo, amarillo...
No sé cuánto tiempo permanecí asombrado.
Solo sé que repentinamente experimenté una sensación extraña, una codicia exagerada de poseer tan exótica ave.
Sentí lo que debe sentir el ladrón cuando se propone apoderarse de lo ajeno, y me di plena cuenta, en aquellos instantes, de que cometería cualquier crimen, con tal de hacerme con ese pájaro de rico plumaje.
Largo espacio de tiempo permanecí inmóvil, pensando en la mejor manera de llevar a cabo mi intento.
El ave movía ligeramente las alas, que brillaban fantásticamente como abanicos de esmeraldas; y con la certeza de que no podría yo asirla viva, decidí darle muerte.
Con la mayor cautela, tomé un grueso bastón que solía acompañarme en mis viajes, y conteniendo la respiración y avanzando unos pasos, le asesté tremendo golpe sobre el ala izquierda, que sonó seco y lastimero contra el barandal de hierro.
Cayó el pájaro a la calle y yo, por lo pronto, no me atreví a asomarme, temiendo que algún transeúnte fuese testigo de mi acción nefanda.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo; me sentí culpable y avergonzado, como debió sentirse el viejo marinero del poema cuando dio muerte al albatros con su ballesta.
Por fin me asomé.
Ni el pájaro yacía en la casi desierta calle ni advertí trazas de sangre en el barandal de la ventana.
A poco tuve todo aquello por una alucinación y quedé desconcertado.
¿Sería un preludio de locura?
A pesar de haber dejado abierta la ventana, pues lo permitía la temperatura, no sufrí ruido molesto de ninguna especie.
Al contrario, creo que me arrulló suavemente el constante y sonoro toque de campanas.
Desperté temprano, como es mi costumbre, y desde el lecho empecé a admirar de nuevo el grato aspecto de mi balcón florido: las hortensias, con sus esferas de azul y rosa; las azáleas y geranios, con sus variados tonos de rojo y blanco; mas ¿qué era esa flor maravillosa, en el centro de todas, en la cual no había yo reparado la víspera?
Salté del lecho, y vi con sorpresa que no era flor alguna, sino un pájaro que se posaba en el barandal del balcón.
Me acerqué con grandísima cautela, por miedo de ahuyentarlo.
Al principio lo tomé por un loro, pero enseguida comprendí que era de mayor tamaño.
No intentaré describir su maravilloso plumaje, porque no podría hacerlo.
Solo diré que me hizo la impresión de una joya inmensa, esmaltada con los colores más vivos que puedan imaginarse: verde, azul, rojo, amarillo...
No sé cuánto tiempo permanecí asombrado.
Solo sé que repentinamente experimenté una sensación extraña, una codicia exagerada de poseer tan exótica ave.
Sentí lo que debe sentir el ladrón cuando se propone apoderarse de lo ajeno, y me di plena cuenta, en aquellos instantes, de que cometería cualquier crimen, con tal de hacerme con ese pájaro de rico plumaje.
Largo espacio de tiempo permanecí inmóvil, pensando en la mejor manera de llevar a cabo mi intento.
El ave movía ligeramente las alas, que brillaban fantásticamente como abanicos de esmeraldas; y con la certeza de que no podría yo asirla viva, decidí darle muerte.
Con la mayor cautela, tomé un grueso bastón que solía acompañarme en mis viajes, y conteniendo la respiración y avanzando unos pasos, le asesté tremendo golpe sobre el ala izquierda, que sonó seco y lastimero contra el barandal de hierro.
Cayó el pájaro a la calle y yo, por lo pronto, no me atreví a asomarme, temiendo que algún transeúnte fuese testigo de mi acción nefanda.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo; me sentí culpable y avergonzado, como debió sentirse el viejo marinero del poema cuando dio muerte al albatros con su ballesta.
Por fin me asomé.
Ni el pájaro yacía en la casi desierta calle ni advertí trazas de sangre en el barandal de la ventana.
A poco tuve todo aquello por una alucinación y quedé desconcertado.
¿Sería un preludio de locura?