No es la poesía tan sólo aquel rayo que ilumina la mente del que hace versos.
La poesía está en el mundo bajo diversas formas, y vive entre nosotros sin que nos apercibamos de su presencia.
La poesía en la mujer es hermana del sentimiento, es la blanca y perfumada flor que brota en el corazón: cuando el huracán del dolor ha agostado todas las demás flores del alma, la de la poesía desplega su corola más hermosa que nunca.
Las lágrimas son su rocío; la resignación es el sol benéfico que la calienta con sus tibios resplandores.
La poesía es la compañera inseparable de la mujer buena y la que embellece el hogar doméstico. ¡Desgraciada la mujer que la desconoce, y desgraciado también el hombre que busca, para compañera suya, una mujer prosaica y materialista! Si busca un alma fría, se encontrará con un alma dura; si busca un corazón destituido de ilusiones, será fácil que halle un corazón vacío y desgarrado.
Toda mujer que cuida de embellecer su casa y de hacer dichosa a su familia, tiene un alma poética.
Una madre meciendo a su hijo sobre sus rodillas, junto a un balcón entoldado de flores, está rodeada, a mis ojos, de una poesía tan bella como elocuente.
Una joven sentada al lado de su anciano padre, leyendo con suave y dulce voz, para distraerle en las largas noches de invierno, ofrece un cuadro de tierna y sublime poesía.
No he conocido un ser más poético que una joven, hija de un anciano militar, que se casó con un pobre empleado de pocos años y de menos haberes: yo la conocí después de casada y madre de un niño de algunos meses; vivía además con ellos su anciano padre, compartiendo la modesta y casi mísera existencia de sus hijos.
El tedio se apoderaba de mi ánimo cuando iba con mi madre a casa de alguna de sus opulentas y ociosas amigas: mi corazón, tan joven que aún no sabía darse cuenta de sus emociones, se adormecía en el fondo de mi pecho.
Aquella monótona magnificencia; aquellos salones en los que el lujo se aglomeraba bajo mil diferentes aspectos, respirando en todos la vanidad; aquellas pesadas colgaduras de seda, que velaban el resplandor del sol; aquellos divanes, en fin, destinados a enervar en una soñolienta molicie al que los ocupase, me causaban un hastío que no podía vencer.
¡Con qué afán deseaba que mi madre me concediera permiso para ir a casa de mi joven amiga!
Margarita me atraía con una simpatía incomprensible en mi edad, pues yo no tenía aún doce años, y la amaba con la mayor ternura. Ella contaba apenas veintidós primaveras, y su carácter, lleno de una apacible alegría, alejaba de aquella casa a la tristeza, que no perdía la ocasión de asomar a la puerta su torva faz.
Mi amiga cuidaba de su padre, de su esposo y de su hijo: su cariñoso esmero se extendía también al balcón de su cuarto, que era un verdadero jardín, y a dos tórtolas que, prisioneras en una jaula de cañas, colocada entre las macetas, se arrullaban dulcemente y se alisaban con su pico la delicada y sedosa pluma.
Siempre que iba yo a ver a Margarita la encontraba en su casa; su pequeño gabinete no tenía otros muebles que algunas sillas de enea, una mesa de graciosa hechura, sobre la cual había siempre dos jarros de loza llenos de flores, y un armario y la cuna del niño, velada con cortinas de muselina blanca: junto a aquella cuna bordaba Margarita todo el tiempo que la dejaban libre sus deberes domésticos; el sueldo de su esposo era muy corto, y ella hacía el sacrificio de sus horas de reposo, entregándose a aquella ocupación que producía algún dinero, con que contribuía al bienestar de su familia. Los que dicen que el trabajo perjudica a la salud, asientan un error: Margarita era un prodigio de belleza floreciente, de dulce y encantadora lozanía: cubría sus mejillas un sonrosado delicioso, y sus ojos brillaban con la dicha y el contento.
La ocupación continua es lo que conserva la tranquilidad en el espíritu de la mujer, lo que le trae una grata calma, y esa alegría igual y dulce que nace de la quietud del ánimo; el ocio es su más cruel enemigo, porque el ocio vicia su corazón, embota su entendimiento, hiela su alma y adormece todos sus buenos instintos.
La poesía está en el mundo bajo diversas formas, y vive entre nosotros sin que nos apercibamos de su presencia.
La poesía en la mujer es hermana del sentimiento, es la blanca y perfumada flor que brota en el corazón: cuando el huracán del dolor ha agostado todas las demás flores del alma, la de la poesía desplega su corola más hermosa que nunca.
Las lágrimas son su rocío; la resignación es el sol benéfico que la calienta con sus tibios resplandores.
La poesía es la compañera inseparable de la mujer buena y la que embellece el hogar doméstico. ¡Desgraciada la mujer que la desconoce, y desgraciado también el hombre que busca, para compañera suya, una mujer prosaica y materialista! Si busca un alma fría, se encontrará con un alma dura; si busca un corazón destituido de ilusiones, será fácil que halle un corazón vacío y desgarrado.
Toda mujer que cuida de embellecer su casa y de hacer dichosa a su familia, tiene un alma poética.
Una madre meciendo a su hijo sobre sus rodillas, junto a un balcón entoldado de flores, está rodeada, a mis ojos, de una poesía tan bella como elocuente.
Una joven sentada al lado de su anciano padre, leyendo con suave y dulce voz, para distraerle en las largas noches de invierno, ofrece un cuadro de tierna y sublime poesía.
No he conocido un ser más poético que una joven, hija de un anciano militar, que se casó con un pobre empleado de pocos años y de menos haberes: yo la conocí después de casada y madre de un niño de algunos meses; vivía además con ellos su anciano padre, compartiendo la modesta y casi mísera existencia de sus hijos.
El tedio se apoderaba de mi ánimo cuando iba con mi madre a casa de alguna de sus opulentas y ociosas amigas: mi corazón, tan joven que aún no sabía darse cuenta de sus emociones, se adormecía en el fondo de mi pecho.
Aquella monótona magnificencia; aquellos salones en los que el lujo se aglomeraba bajo mil diferentes aspectos, respirando en todos la vanidad; aquellas pesadas colgaduras de seda, que velaban el resplandor del sol; aquellos divanes, en fin, destinados a enervar en una soñolienta molicie al que los ocupase, me causaban un hastío que no podía vencer.
¡Con qué afán deseaba que mi madre me concediera permiso para ir a casa de mi joven amiga!
Margarita me atraía con una simpatía incomprensible en mi edad, pues yo no tenía aún doce años, y la amaba con la mayor ternura. Ella contaba apenas veintidós primaveras, y su carácter, lleno de una apacible alegría, alejaba de aquella casa a la tristeza, que no perdía la ocasión de asomar a la puerta su torva faz.
Mi amiga cuidaba de su padre, de su esposo y de su hijo: su cariñoso esmero se extendía también al balcón de su cuarto, que era un verdadero jardín, y a dos tórtolas que, prisioneras en una jaula de cañas, colocada entre las macetas, se arrullaban dulcemente y se alisaban con su pico la delicada y sedosa pluma.
Siempre que iba yo a ver a Margarita la encontraba en su casa; su pequeño gabinete no tenía otros muebles que algunas sillas de enea, una mesa de graciosa hechura, sobre la cual había siempre dos jarros de loza llenos de flores, y un armario y la cuna del niño, velada con cortinas de muselina blanca: junto a aquella cuna bordaba Margarita todo el tiempo que la dejaban libre sus deberes domésticos; el sueldo de su esposo era muy corto, y ella hacía el sacrificio de sus horas de reposo, entregándose a aquella ocupación que producía algún dinero, con que contribuía al bienestar de su familia. Los que dicen que el trabajo perjudica a la salud, asientan un error: Margarita era un prodigio de belleza floreciente, de dulce y encantadora lozanía: cubría sus mejillas un sonrosado delicioso, y sus ojos brillaban con la dicha y el contento.
La ocupación continua es lo que conserva la tranquilidad en el espíritu de la mujer, lo que le trae una grata calma, y esa alegría igual y dulce que nace de la quietud del ánimo; el ocio es su más cruel enemigo, porque el ocio vicia su corazón, embota su entendimiento, hiela su alma y adormece todos sus buenos instintos.