Texto - "La isla del tesoro" Robert L. Stevenson

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El Capitán era habitualmente un hombre de muy pocas palabras. Todo el día se lo pasaba, ya vagando a orillas de la caleta, o ya encima de las rocas, con un largo telescopio o anteojo marino. Por las noches se acomodaba en un rincón de la sala, cerca del fuego y se consagraba a beber rom y agua con todas sus fuerzas. Las más veces no quería contestar cuando se le hablaba: contentábase con arrojar sobre el que le dirijía la palabra una rápida y altiva mirada, y con dejar escapar de su nariz un resoplido que formaba en la atmósfera, cerca de su cara, una curva de vapor espeso. Los de la casa y nuestros amigos y clientes ordinarios pronto concluimos por no hacerle caso. Día por día, cuando llegaba a la posada, de vuelta de sus vagabundas excursiones, preguntaba invariablemente si no se había visto algunos marineros atravesar por el camino. Al principio nos pareció que la falta de camaradas que le hiciesen compañía era lo que le obligaba a hacer esa constante pregunta; pero muy luego vimos que lo que él procuraba más bien era evitarlos. Cuando algún marinero se detenía en la posada, como lo hacían entonces y lo hacen aún los que siguen el camino de la costa para Brístol, el Capitán lo examinaba al través de las cortinas de la puerta, antes de entrar a la sala, y ya se sabía que, cuando tal concurrente se presentaba, él permanecía invariablemente mudo como una carpa.

Para mí, sin embargo, no había mucho de misterio ni de secreto en sus alarmas, en las cuales tenía yo cierta participación. Un día me había llamado aparte y sigilosamente me había prometido darme una pieza de cuatro peniques el día primero de cada mes con la sola condición de que estuviese alerta, y le avisara, en el momento mismo en que descubriera, la aparición de un "marino con una sola pierna." Con frecuencia, sin embargo, cuando el día primero del mes iba yo a reclamar mi salario prometido, no me daba más respuesta que su habitual y formidable resoplido de la nariz y clavar sus ojos airados en los míos, obligándome a bajarlos; pero antes de que se hubiera pasado una semana, ya estaba yo seguro de que su parecer habría cambiado y lo veía, en efecto, venir a mí trayéndome espontáneamente mi moneda de cuatro peniques, no sin reiterarme sus órdenes de estar alerta para avisarle la aparición de aquel "marino con una sola pierna."

Imposible me sería contar hasta qué punto ese esperado personaje turbaba y entristecía mis sueños. En las noches tempestuosas, cuando el viento hacía estremecer los cuatro ángulos de nuestra casa y cuando la marea bramaba despedazando sus olas a lo largo de la caleta y sobre los abruptos riscos, yo le veía aparecérseme en sueños en mil formas diversas y con mil expresiones diabólicas. Ya era la pierna cortada hasta la rodilla, ya desarticulada desde la cadera; ya se me aparecía como una especie de criatura monstruosa que jamás había tenido sino una sola pierna, y ésa de forma indescriptible. Otras ocasiones lo veía saltar y correr y perseguirme por zanjas y vallados, lo cual constituía, por cierto, la peor de todas mis pesadillas. Hay que convenir, pues, en que pagaba yo bien cara mi pobre soldada mensual de cuatro peniques, con aquellas visiones abominables.

Pero si bien es cierto que tal era mi terror a propósito del marino de una pierna, también es verdad que, por lo que respecta al Capitán mismo, le tenía yo mucho menos miedo que cualquiera de los que lo conocían. Había algunas noches en que se permitía tomar mucho más rom del que podía razonablemente tolerar su cabeza. Entonces se le veía sentarse y entonar sus perversas y salvajes viejas cántigas marinas de que ya nadie hacía caso. Pero a veces le ocurría pedir vasos para todos y forzaba a su tímido y trémulo auditorio a escuchar sus patibularias historias o a formar un coro a sus siniestras canciones. Con frecuencia oía yo a la casa entera estremecerse con aquel estribillo:

"El diablo ¡yo-ho-hó! el diablo ¡viva el rom!"

en el que todos los vecinos se le unían por amor a sus vidas, con el temor de que aquel ogro les diese la muerte, y cada cual procurando levantar la voz más que el compañero de al lado, a fin de no llamar la atención por su negligencia, porque en aquellos accesos el Capitán era el compañero más intolerante y arrebatado que se ha conocido. A veces golpeaba bruscamente con su callosa mano sobre la mesa para imponer silencio absoluto a los circunstantes; otras, se dejaba arrebatar a un ímpetu de cólera salvaje a la menor pregunta y en otras le producía el mismo efecto el que ninguna se le dirijiese, porque decía que la concurrencia no estaba atendiendo a su narración. Por ningún motivo hubiera él consentido en que alma nacida abandonase la posada hasta que, sintiéndose ya completamente ebrio y soñoliento él mismo, se iba tambaleando a tirarse sobre su cama.

Sus cuentos y narraciones era lo que a las gentes espantaba más que todo. Horribles historias eran, por cierto; historias de ahorcados, castigos bárbaros como el llamado "paseo de la tabla" y temerosas tempestades en el mar y en el Paso de Tortugas-y salvajes hazañas y abruptos parajes en el Mar Caribe y costa firme. Según sus narraciones debió pasar su vida entera entre los hombres más perversos que Dios ha permitido que crucen sobre los mares; y el lenguaje que usaba para contar todas sus historias disgustaba a aquel sencillo auditorio de campesinos, casi tanto como los crímenes espantosos que describía con él. Mi padre siempre estaba diciendo que la posada concluiría por arruinarse, porque las gentes pronto dejarían de concurrir a ella para que se las tiranizase allí, y se las asustara y se las mandara a acostar horripiladas y estremeciéndose; pero yo creo que, al contrario su presencia no dejó de sernos de algún provecho. Las gentes comenzaron por tenerle un miedo atroz pero a poco, según hoy puedo recordarlo, ya empezaban a gustar de él. Porque, a la verdad, el Capitán era una fuente de valiosas emociones, enmedio de aquella quieta y sosegada vida del campo. Algunos de los más jóvenes de nuestros vecinos no le escatimaban ya ni su misma admiración, llamándole un verdadero lobo marino, un tiburón legítimo y otros nombres parecidos, agregando que hombres de su ralea son precisamente los que hacen que el nombre de Inglaterra sea temido y respetado sobre el océano.

Pero también, en cierto modo no dejaba de llevarnos bonitamente hacia la ruina; porque su permanencia se prolongaba en nuestra casa semana tras semana, y después un mes tras de otro, de tal manera que ya las monedas de oro aquellas habían sido más que devengadas, sin que mi padre se hiciese el ánimo de insistir demasiado en que renovase la exhibición. Si alguna vez se permitía indicar algo, el Capitán resoplaba por el fuelle de su nariz de una manera tan formidable que casi se pudiera decir que bramaba y con su feroz mirada arrojaba a mi pobre padre fuera de la habitación. Yo lo ví, con frecuencia, después de tales repulsas, retorcerse los manos desesperadamente y tengo la certeza de que, el fastidio y el terror que se dividían su existencia contribuyeron grandemente a acelerar su anticipada e infeliz muerte.

En todo el tiempo que vivió con nosotros el Capitán no hizo el menor cambio en su traje, sino fué el comprarse algunos pares de medias, aprovechando el paso casual de un buhonero. Habiéndosele caído una de las alas de su sombrero, no se ocupó de reducir a su lugar primitivo aquel colgajo que era para él una gran molestia, sobre todo, cuando hacía viento. Me acuerdo todavía de la miserable apariencia de su jubón que remendaba, él en persona, arriba en su habitación y que, antes de su muerte, no era ya otra cosa más que remiendos. Jamás escribió ni recibía carta alguna, ni se dignaba hablar a nadie que no fuese de los vecinos que él conocía por tales, y aun a éstos hacíalo solamente cuando bullían en su cabeza los espíritus del rom. En cuanto al gran cofre de a bordo, ninguno de nosotros había logrado verlo abierto.