Texto - "La isla del tesoro" Robert Louis Stevenson

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No mucho tiempo después de lo referido en el capítulo precedente,
ocurrió el primero de los sucesos misteriosos que nos desembarazaron,
por fin, del Capitán, aunque no de sus negocios como pronto lo verán los
que leyeren. Corría, a la sazón, un invierno crudo y frío, con largas y
terribles heladas y deshechos temporales. Mi pobre padre continuaba
empeorando de día en día, al grado de que ya se veía muy claramente la
poca probabilidad de que llegase a ver una nueva primavera. El manejo de
la posada había caído enteramente en manos de mi madre y mías, y ambos
teníamos demasiado que hacer con ella para que nos fuese dable el parar
mientes con exceso en nuestro desagradable huésped.

Era una fría y desapacible mañana del mes de Enero - muy temprano
todavía - la caleta, cubierta toda de escarcha, aparecía gris ó
blanquecina, en tanto que la maréa subía, lamiendo suavemente las
piedras de la playa, y el sol, muy bajo aún, tocaba apenas las cimas de
las lomas y brillaba allá muy lejos en el confín del océano. El Capitán
se había levantado mucho más temprano que de costumbre y se había
dirijido hacia la playa, con su especie de alfange, colgando bajo los
anchos faldones de su vieja blusa marina, su anteojo de larga vista
bajo el brazo y su sombrero echado hacia atrás sobre la cabeza. Todavía
me parece ver su respiración, suspensa en forma de una estela de humo,
en el camino que iba recorriendo a largos pasos, y aún recuerdo que el
último sonido que oí de él cuando se hubo perdido tras de la gran roca,
fué un gran resoplido de indignación, como si todavía revolviese en su
ánimo el recuerdo desagradable de la escena con el Doctor Livesey.

Ahora bien, mi madre estaba a la sazón, con mi padre, en su habitación y
yo me ocupaba en arreglar la mesa para el almuerzo, mientras volvía el
Capitán, cuando repentinamente se abrió la puerta de la sala y penetró á
ésta un hombre que yo no había visto hasta entonces. Era éste un
individuo pálido y encanijado, en cuya mano izquierda faltaban dos dedos
y que, aunque llevaba también su cuchilla al cinto, no tenía, ni con
mucho, el aspecto de un hombre de armas tomar. Yo siempre estaba en
acecho de marineros de una sola pierna, o de dos, pero el que acababa de
aparecérseme era para mí un enigma. No tenía el aspecto de un verdadero
marino y sin embargo había en él no sé qué aire de gente del mar.

Le pregunté, desde luego, en qué podía servirle y él me contestó que
deseaba tomar un poco de rom, pero apenas iba yo a salir de la sala en
busca de lo que pedía cuando se sentó a una de las mesas excitándome á
que me acercase a él. Yo me detuve en el sitio en que su indicación me
había cogido, teniendo en mi mano una servilleta.