Texto - "El libro rojo, 1520-1867" Rafael Martinez de la Torre

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El aliento de fuego de la revolución francesa había hecho brotar a
Napoleón.

Pero si las revoluciones son como Saturno, que devoran a sus propios
hijos, también es cierto que aquellas madres encuentran siempre un hijo
que los sofoque entre sus brazos.

Llegó un tiempo en que Napoleón hizo desaparecer las grandes conquistas
de la revolución: la República se tornó en imperio, el pueblo volvió a
gemir bajo el despotismo, una nobleza improvisada, la nobleza del sable,
vino a substituir a la aristocracia de la raza, y de allí de donde los
pueblos esperaban el rayo de luz que alumbrara su camino, salieron
torrentes de bayonetas que llevaron hasta Egipto la conquista y la
desolación; Bonaparte se constituyó árbitro de la suerte de las
naciones: sin llevar en sus banderas más que orgullo, sacrificó millones
de hombres a su ambición, la Francia perdió a sus hijos más valientes,
su tesoro quedó exhausto, y un cometa de sangre se elevó sobre el
horizonte de la política europea.

Los reyes temblaban ante el enojo del nuevo César, y palidecían cuando
volvía el rostro hacia sus dominios.

Llegó por fin su turno a la España. Débil y cobarde Fernando VII,
conspiró contra su mismo padre, e imploró como un favor inmenso la
protección de Bonaparte.

Los franceses invadieron completamente la España, y de debilidad en
debilidad Fernando, acabó por abdicar el trono de sus abuelos, y
Napoleón colocó sobre él a su hermano José Bonaparte.

Pero el pueblo español, abandonado por su rey, traicionado por muchos de
sus principales magnates, sorprendido casi en su sueño por los ejércitos
franceses que habían penetrado hasta el corazón del país, merced a la
ineptitud o a la cobardía de sus gobernantes, comprendió que le habían
vendido; el león que dormía lanzó un rugido; se estremeció y oyó sonar
sus cadenas; entonces vino la insurrección.

Los jefes se improvisaban, brotaron soldados de las montañas y de las
llanuras, una chispa se convirtió en incendio, el viento del
patriotismo sopló la hoguera, y la nación toda fue un campo de batalla.

Santo, divino espectáculo el de un pueblo que lucha por su
independencia: cada hombre es un héroe, cada corazón es un santuario,
cada combate es una epopeya, cada patíbulo un apoteosis.

Aquella historia es un poema, necesita un Homero; todos los hombres de
corazón pueden comprenderla, sólo los ángeles podrían cantarla.

La sangre de los mártires fecundiza la tierra; el que muere por su
patria es un escogido de la humanidad, su memoria es un faro, perece
como hombre y vive como ejemplo.

La grandeza de una causa se mide por el número de sus mártires; sólo las
causas nobles, grandes, santas, tienen mártires; las demás sólo cuentan
con sacrificios vulgares, sólo presentan uno de tantos modos de perder
la existencia.

España luchaba, luchaba como lucha un pueblo que comprende sus derechos,
como lucha un pueblo patriota.

Los hombres salían al combate, las mujeres y los ancianos y los niños
fabricaban el parque y cultivaban los campos.

El ejército francés era numeroso, bien disciplinado, tenía magnífico
armamento, soberbia artillería, abundantes trenes, y además brillantes
tradiciones de gloria.

Y sin embargo, las guerrillas españolas atacaban y vencían, porque el
patriotismo hace milagros.

Entonces comenzó a organizarse la insurrección, y se formaron en España
las juntas provinciales.