Texto - "José" Armando Palacio Valdés

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Figuraos que camináis por una alta meseta de la costa, pintoresca y
amena como el resto del país: desparramados por ella vais encontrando
blancos caseríos, medio ocultos entre el follaje de los árboles, y
quintas, de cuyas huertas cuelgan en piños sobre el camino las
manzanas amarillas sonrosadas: un arroyo cristalino serpea por el medio,
esparciendo amenidad y frescura; delante tenéis la gran mancha azul del
océano; detrás las cimas lejanas de algunas montañas que forman oscuro y
abrupto cordón en torno de la campiña, que es dilatada y llana. Cerca ya
de la mar, comenzáis a descender rápidamente, siguiendo el arroyo, hacia
un barranco negro y adusto: en el fondo está Rodillero. Pero este
barranco se halla cortado en forma de hoz, y ofrece no pocos tramos y
revueltas antes de desembocar en el océano. Las casuchas que
componen el pueblo están enclavadas por entrambos lados en la misma
peña, pues las altas murallas que lo cierran no dan espacio más que
para el arroyo y una estrecha calle que lo ciñe: calle y arroyo van
haciendo eses, de suerte que algunas veces os encontraréis con la
montaña por delante, escucharéis los rumores de la mar detrás de ella y
no sabréis por dónde seguir para verla: el mismo arroyo os lo irá
diciendo. Salváis aquel tramo, pasáis por delante de otro montón de
casas colocadas las unas encima de las otras en forma de
escalinata, y de nuevo dais con la peña cerrándoos el paso.
Los ruidos del océano se tornan más fuertes, la calle se va
ensanchando: aquí tropezáis con una lancha que están carenando, más allá
con algunas redes tendidas en el suelo; percibiréis el olor nauseabundo
de los residuos podridos del pescado; el arroyo corre más sucio y
sosegado, y flotan sobre él algunos botes: por fin, al revolver de una
peña os halláis frente al mar. El mar penetra, al subir, por la
oscura garganta engrosando el arroyo. La playa que deja descubierta al
bajar no es de arena, sino de guijo. No hay muelle ni artefacto alguno
para abrigar las embarcaciones: los marineros cuando tornan de la pesca
se ven precisados a subir sus lanchas a la rastra hasta ponerlas a
seguro.

Rodillero es un pueblo de pescadores. Las casas, por lo común, son
pequeñas y pobres y no tienen vistas más que por delante; por detrás se
las quita la peña a donde están adosadas. Hay algunas menos malas,
que pertenecen a las pocas personas de lustre que habitan en el
lugar, enriquecidas la mayor parte en el comercio del escabeche; suelen
tener detrás un huerto labrado sobre la misma montaña, cuyo ingreso está
en el piso segundo. Hay, además, tres o cuatro caserones solariegos,
deshabitados, medio derruidos; se conoce que los hidalgos que los
habitaban han huido hace tiempo de la sombría y monótona existencia de
aquel pueblo singular. Cuando lo hayáis visitado, les daréis la
razón. Vivir en el fondo de aquel barranco oscuro donde los ruidos
de la mar y del viento zumban como en un caracol, debe de ser bien
triste.

En Rodillero, no obstante, nadie se aburre; no hay tiempo para ello. La
lucha ruda, incesante, que aquel puñado de seres necesita sostener con
el océano para poder alimentarse, de tal modo absorbe su atención, que
no se echa menos ninguno de los goces que proporcionan las grandes
ciudades. Los hombres salen a la mar por la mañana o a media noche,
según la estación, y regresan a la tarde: las mujeres se ocupan en
llevar el pescado a las villas inmediatas, o en freírlo para escabeche
en las fábricas, en tejer y remendar las redes, coser las velas y en los
demás quehaceres domésticos. Adviértese entre los dos sexos
extraordinarias diferencias en el carácter y en el ingenio. Los hombres
son comúnmente graves, taciturnos, sufridos, de escaso entendimiento y
noble corazón. En la escuela se observa que los niños son despiertos de
espíritu y tienen la inteligencia lúcida; pero según avanzan en años, se
va apagando ésta poco a poco, sin poder atribuirlo a otra causa que
a la vida exclusivamente material que observan, apenas comienzan a
ganarse el pan: desde la mar a la taberna, desde la taberna a casa,
desde casa otra vez a la mar, y así un día y otro día, hasta que se
mueren o inutilizan. Hay, no obstante, en el fondo de su alma una
chispa de espiritualismo que no se apaga jamás, porque la mantiene viva
la religión. Los habitantes de Rodillero son profundamente religiosos;
el peligro constante en que viven les mueve a poner el pensamiento y la
esperanza en Dios. El pescador todos los días se despide para el mar,
que es lo desconocido; todos los días se va a perder en ese infinito
azul de agua y de aire sin saber si volverá. Y algunas veces, en efecto,
no vuelve: no se pasan nunca muchos años sin que Rodillero pague su
tributo de carne al océano: en ocasiones el tributo es terrible: en el
invierno de 1852 perecieron 80 hombres que representaban una tercera
parte de la población útil. Poco a poco esta existencia va labrando su
espíritu, despegándoles de los intereses materiales, haciéndoles
generosos, serenos, y con la familia tiernos: no abundan entre los
marinos los avaros, los intrigantes y tramposos, como entre los
campesinos.