Texto - "Ranchos: Costumbres del Campo" Javier De Viana

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El verano encendía el campo con sus reverberaciones de fuego, brillaban
las lomas en el tapiz de doradas flechillas, y en el verde de los
bajíos cien flores diversas de cien hierbas distintas, bordaban un
manto multicolor y aromatizaban el aire que ascendía hacia el ardiente
toldo azul.

En el recodo de un arroyuelo, sobre un pequeño cerro, veíanse unos
ranchos de adobe y paja brava, circundados de árboles. El amplio patio
no tenía más adornos que un gran ombú en el medio y en las lindes unos
tiestos con margaritas, romeros y claveles. El prolijo alambrado que lo
cercaba tenía tres aberturas, de donde partían tres senderos: uno que
iba al corral de las ovejas, otro que conducía al campo de pastoreo, y
el tercero, más ancho y muy trillado, iba a morir a la vera del arroyo,
distante allí un centenar de metros.

El arroyo aquel es un portento; no es hondo, ni ruge; sobre su lecho
arenoso la linfa se acuesta y corre sin rumores, fresca como los
camalotes que bordan sus riberas y pura como el océano azul del
firmamento. No hay en las márgenes palmas enhiestas representando el
orgullo florestal, ni secas coronillas, símbolo de fuerza, ni ramosos
guayabos, ni virarós corpulentos. En cambio, en muchos trechos vense
hundir en el agua con melancólica pereza las largas, finas y flexibles
ramas de los sauces, o extenderse como culebras que se bañan, los
pardos sarandíes. Tras esta primera línea de vegetación vienen los
saúcos, el aragá, el guayacán, la arnera sombría, los ceibos gallardos,
y aquí y allí, encaramándose por todos los troncos, multitud de
enredaderas que, una vez en la altura, dejan perder sus ramas como
desnudos brazos de bacante que duerme en una hamaca.

Los árboles no se oprimen, y, a pesar de sus opulentas frondescencias,
caen a sus plantas, en franja de luz, ardientes rayos solares que besan
la hierba y arrancan reflejos diamantinos al montón de hojas secas. Hay
allí sitio para todos; entre el césped corren alegres las lagartijas;
en el boscaje centenares de pájaros inspiran amores en la puerta del
nido; las mariposas de sutiles alas policromas vuelan libando flores,
y allá, en la cinta de agua que parece un esmalte de nácar sobre el
verde del bosque, saltan las mojarras de reluciente escama, cruzan,
serpenteando veloces culebrillas rojas parecidas a movibles trozos de
coral, y, de cuando en cuando, con rápido vuelo sigiloso un martín
pescador proyecta su sombra, rompe el cristal con su largo pico y se
eleva conduciendo una presa.

En una cálida mañana de diciembre, una joven, en cuclillas junto al
agua, lavaba afanosamente. De tiempo en tiempo cesaba de refregar,
sacudía las manos y se las pasaba por la frente a fin de quitar el
sudor o volver a su sitio una mecha rebelde. Concluído el trabajo, la
joven se puso de pie, hizo un lío con las piezas lavadas y se escurrió
por un sendero hasta llegar a un playo, donde extendió las ropas,
cantando bajito unas coplas maliciosas.

Luego quedó un rato indecisa, y al fin echó a andar hacia el fondo del
patiecito. Cuando llegó a la arboleda arrancó una flor de ceibo, que
puso entre sus labios tan rojos como la flor, y recostada en el árbol
detúvose pensativa.

Oyóse a poco un crujir de ramas, y de súbito apareció en el playo
un mocetón fornido, de tez morena, de simpático rostro. Iba con el
sombrero en la mano, sujeto del barboquejo a manera de canasta, pues
lo había llenado de frutos de ñangapiré, cubiertos por un gran ramo
de margaritas. Ya cerca de la joven, tendió torpemente el brazo,
ofreciéndole el ramo.