Tal era su credo: los desaires de la fortuna robustecieron su opinión; iba cruzando por el mundo como en éxtasis, el busto rígido, los ojos esclavizados en la ilusión paradisíaca del supremo amor, alzándose despreciativamente de hombros bajo la befa de la humanidad miserable que puede olvidar.
Él no sabía hacer esto; por nada hubiese cambiado de ídolo ni de fe; antes que destruir su altar, era preferible, acabar, como Sansón, entre los escombros del templo: solo así lograría la veneración de aquellos escogidos que erigieron el amor y la fidelidad en religión. Fortalecido por este criterio, miraba serenamente al tiempo que todo lo trueca y desune: él no sería uno de tantos; él moriría antes que renegar de su fe. ¿Qué queréis? El romanticismo ha matado más gente que el arsénico. La figura de Julio Riego traducía su carácter fielmente: era un tipo sentimental, delgado, alto y nervioso; el mirar reposado y penetrante, la frente triste, aguileña la nariz; sus largos cabellos negros se abullonaban sobre las orejas de su rostro pálido, con palidez mortuoria, como anegado en la aureola de un martirio previsto: su voz calmosa, sin timbre, como velada por un suspiro que tuviese atravesado en la garganta, parecía venir de muy lejos o de muy hondo.
Pasados tres o cuatro años de relaciones íntimas, Julio y Mariana Paredes riñeron. Ella era tiple de zarzuela; un cuerpo hermoso informado por un espíritu sano y fuerte, enamorado del mundo, que gustaba de reír a carcajadas bajo el alegre Sol, padre de la Vida. Durante los primeros meses, la melancolía de Riego interesó su imaginación; la nostalgia es misterio, porque toda alma triste parece ocultar algo, y el misterio atrae: después continuó tolerándole por miedo, temiendo que su desvío le indujese al suicidio; más tarde, la callada presencia de aquel espíritu tétrico mordido por todas las Furias de la desconfianza, la desesperación y los celos, llegó a serla intolerable y decidió romper con él. Aquella vez no ocurriría lo que otras; estaba resuelta á recobrar su libertad antigua; reunirían para siempre: sus palabras tendrían autoridad inapelable.
Algo desusado hubo de sugerir a Julio Riego la certidumbre cruel de quedar despedido irrevocablemente. Fué una mañana, poco antes del almuerzo, tras una noche que ella pasó durmiendo tranquila de cara a la pared, y él con un codo apoyado sobre las almohadas y los ojos, llenos de lágrimas, de par en par abiertos ante las tinieblas de la alcoba; alcoba triste como nido roto caído al pie del árbol... Se separarían; Mariana lo acordó así en uso de su voluntad libérrima; ella necesitaba nuevas impresiones, otra vida, otro hombre... En pie cerca de la puerta, con el sombrero en la mano, dispuesto ya a marcharse, Julio repuso con su voz enturbiada por la pena:
- No lo tendrás; ese hombre que deseas no será nunca tuyo. Yo lo impediré, matándome; no podrás olvidarme; entre él y tú dormirá todas las noches mi recuerdo; ante tus ojos, el hilo sangriento que brote de mi herida correrá eternamente.
Mariana Paredes se encogió de hombros; sus vehementes anhelos de tornar a ser libre endurecían su corazón.
Él no sabía hacer esto; por nada hubiese cambiado de ídolo ni de fe; antes que destruir su altar, era preferible, acabar, como Sansón, entre los escombros del templo: solo así lograría la veneración de aquellos escogidos que erigieron el amor y la fidelidad en religión. Fortalecido por este criterio, miraba serenamente al tiempo que todo lo trueca y desune: él no sería uno de tantos; él moriría antes que renegar de su fe. ¿Qué queréis? El romanticismo ha matado más gente que el arsénico. La figura de Julio Riego traducía su carácter fielmente: era un tipo sentimental, delgado, alto y nervioso; el mirar reposado y penetrante, la frente triste, aguileña la nariz; sus largos cabellos negros se abullonaban sobre las orejas de su rostro pálido, con palidez mortuoria, como anegado en la aureola de un martirio previsto: su voz calmosa, sin timbre, como velada por un suspiro que tuviese atravesado en la garganta, parecía venir de muy lejos o de muy hondo.
Pasados tres o cuatro años de relaciones íntimas, Julio y Mariana Paredes riñeron. Ella era tiple de zarzuela; un cuerpo hermoso informado por un espíritu sano y fuerte, enamorado del mundo, que gustaba de reír a carcajadas bajo el alegre Sol, padre de la Vida. Durante los primeros meses, la melancolía de Riego interesó su imaginación; la nostalgia es misterio, porque toda alma triste parece ocultar algo, y el misterio atrae: después continuó tolerándole por miedo, temiendo que su desvío le indujese al suicidio; más tarde, la callada presencia de aquel espíritu tétrico mordido por todas las Furias de la desconfianza, la desesperación y los celos, llegó a serla intolerable y decidió romper con él. Aquella vez no ocurriría lo que otras; estaba resuelta á recobrar su libertad antigua; reunirían para siempre: sus palabras tendrían autoridad inapelable.
Algo desusado hubo de sugerir a Julio Riego la certidumbre cruel de quedar despedido irrevocablemente. Fué una mañana, poco antes del almuerzo, tras una noche que ella pasó durmiendo tranquila de cara a la pared, y él con un codo apoyado sobre las almohadas y los ojos, llenos de lágrimas, de par en par abiertos ante las tinieblas de la alcoba; alcoba triste como nido roto caído al pie del árbol... Se separarían; Mariana lo acordó así en uso de su voluntad libérrima; ella necesitaba nuevas impresiones, otra vida, otro hombre... En pie cerca de la puerta, con el sombrero en la mano, dispuesto ya a marcharse, Julio repuso con su voz enturbiada por la pena:
- No lo tendrás; ese hombre que deseas no será nunca tuyo. Yo lo impediré, matándome; no podrás olvidarme; entre él y tú dormirá todas las noches mi recuerdo; ante tus ojos, el hilo sangriento que brote de mi herida correrá eternamente.
Mariana Paredes se encogió de hombros; sus vehementes anhelos de tornar a ser libre endurecían su corazón.