Las murallas que guardan lo desconocido son de cristal para el genio que penetra en el fondo de lo insondable. La obra del sabio es perfectible, la del genio perfecta; aquel aprecia los pormenores, este abarca el conjunto; el uno halla, el otro crea; el sabio, para meditar, se inclina hacia la tierra; el poeta, cuando canta, mira al cielo; y es que el uno no va más allá de lo humano, y el otro se remonta a lo divino.
Zorrilla venció. Hoy todos le respetan. Ni la envidia le muerde, pues ni arrastrándose puede escalar la montaña de laureles que le sirve de pedestal.
¿Y cómo no respetarle, si las doradas ilusiones, los dulces recuerdos y los sueños juveniles de nuestras dos últimas generaciones están iluminados por el fuego de la inspiración del gran poeta? Sí; sus versos fueron lo primero que balbucean después de las plegarias maternales; y aquellas impresiones, como el troquel en el metal, han dejado un sello imborrable en las almas.
Poeta de la tradición, a su mágico acento, los héroes castellanos se alzan de sus sepulcros de piedra apercibidos al combate; desfila la comunidad por el claustro sombrío de la gótica abadía, salmodiando sus preces al rayo misterioso de la luna; aparece el castillo feudal entre los riscos y breñas de la montaña; se coronan de arqueros las almenas, suspira la hermosa castellana al escuchar la enamorada trova; baja rechinando el puente levadizo para dar hospitalidad al peregrino, y el terrible señor de horca y cuchillo apresta su mesnada o se lanza venablo en mano, azuzando la jauría por el bosque enmarañado persiguiendo al colmilludo jabalí. Ahora surgen la tapada, el rodrigón ceñudo, la dueña mediadora y el doncel galanteador; ahora se acuchillan en la tortuosa callejuela dos rondadores de una misma dama, a la luz mortecina de un retablo, o bien se puebla de cármenes y harenes la vega granadina, y resuenan en el Generalife los ecos de la zambra, y el sarraceno corre la pólvora, y, como sol entre nubes, asoma al calado ajimez la hermosísima sultana esclareciendo el día con la luz de sus ojos.
¡Qué poder el del genio! En vano curiosos eruditos e historiadores concienzudos se afanan en dar a conocer el verdadero carácter de D. Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey D. Sebastián en el inhospitalario suelo de África, y en negar la vida borrascosa de Mañara, o sea de D. Juan Tenorio.
¿Quiénes les han de creer? Para el pueblo, para todo el mundo, no hay más D. Pedro de Castilla que el del Zapatero y el Rey, ni otro D. Sebastian que el de Traidor, inconfeso y mártir, y D. Juan Tenorio fue sevillano y mató al Comendador, y amó a D. Inés, y cenó con los muertos y se fue a la gloria; porque no ha habido, ni hay, ni habrá jamás verdades más creídas, más amadas y más libres del olvido que las creaciones del genio.
Las obras de Zorrilla vivirán siempre. El fuego de la inspiración, que algunos creen fuego fatuo, es como la lava que se endurece y adquiere la consistencia del bronce para resistir al tiempo. A más, que la mano del "Cristo de la Vega", al desclavarse para jurar, decretó la inmortalidad de nuestro poeta.
¿Cómo premia la patria los merecimientos de su esclarecido hijo?
Hoy que la edad le agobia y el trabajo la fatiga, le ha retirado la modesta asignación con que vivía y lo ha abandonado a la miseria, sin duda para que ciña a un tiempo a sus sienes la corona de laurel de la poesía y la de espinas del martirio.
Zorrilla venció. Hoy todos le respetan. Ni la envidia le muerde, pues ni arrastrándose puede escalar la montaña de laureles que le sirve de pedestal.
¿Y cómo no respetarle, si las doradas ilusiones, los dulces recuerdos y los sueños juveniles de nuestras dos últimas generaciones están iluminados por el fuego de la inspiración del gran poeta? Sí; sus versos fueron lo primero que balbucean después de las plegarias maternales; y aquellas impresiones, como el troquel en el metal, han dejado un sello imborrable en las almas.
Poeta de la tradición, a su mágico acento, los héroes castellanos se alzan de sus sepulcros de piedra apercibidos al combate; desfila la comunidad por el claustro sombrío de la gótica abadía, salmodiando sus preces al rayo misterioso de la luna; aparece el castillo feudal entre los riscos y breñas de la montaña; se coronan de arqueros las almenas, suspira la hermosa castellana al escuchar la enamorada trova; baja rechinando el puente levadizo para dar hospitalidad al peregrino, y el terrible señor de horca y cuchillo apresta su mesnada o se lanza venablo en mano, azuzando la jauría por el bosque enmarañado persiguiendo al colmilludo jabalí. Ahora surgen la tapada, el rodrigón ceñudo, la dueña mediadora y el doncel galanteador; ahora se acuchillan en la tortuosa callejuela dos rondadores de una misma dama, a la luz mortecina de un retablo, o bien se puebla de cármenes y harenes la vega granadina, y resuenan en el Generalife los ecos de la zambra, y el sarraceno corre la pólvora, y, como sol entre nubes, asoma al calado ajimez la hermosísima sultana esclareciendo el día con la luz de sus ojos.
¡Qué poder el del genio! En vano curiosos eruditos e historiadores concienzudos se afanan en dar a conocer el verdadero carácter de D. Pedro de Castilla, en probar la muerte del rey D. Sebastián en el inhospitalario suelo de África, y en negar la vida borrascosa de Mañara, o sea de D. Juan Tenorio.
¿Quiénes les han de creer? Para el pueblo, para todo el mundo, no hay más D. Pedro de Castilla que el del Zapatero y el Rey, ni otro D. Sebastian que el de Traidor, inconfeso y mártir, y D. Juan Tenorio fue sevillano y mató al Comendador, y amó a D. Inés, y cenó con los muertos y se fue a la gloria; porque no ha habido, ni hay, ni habrá jamás verdades más creídas, más amadas y más libres del olvido que las creaciones del genio.
Las obras de Zorrilla vivirán siempre. El fuego de la inspiración, que algunos creen fuego fatuo, es como la lava que se endurece y adquiere la consistencia del bronce para resistir al tiempo. A más, que la mano del "Cristo de la Vega", al desclavarse para jurar, decretó la inmortalidad de nuestro poeta.
¿Cómo premia la patria los merecimientos de su esclarecido hijo?
Hoy que la edad le agobia y el trabajo la fatiga, le ha retirado la modesta asignación con que vivía y lo ha abandonado a la miseria, sin duda para que ciña a un tiempo a sus sienes la corona de laurel de la poesía y la de espinas del martirio.